A raíz de lo sucedido en Nigeria como claro ejemplo de arbitrariedad
fundamentalista, a lo cual se agrega el recrudecimiento de prácticas
antisemitas y xenófobas en varios países europeos, me gustaría hacer un llamado a que no dejemos morir a la modernidad.
La modernidad surge como una alternativa política y cultural a la Edad Media y, por lo tanto, como una alternativa de emancipación del conocimiento, de la sexualidad y de la vida privada y pública de las personas.
Concomitantemente a la emancipación del Estado Moderno de las Iglesias, se sumó el despliegue de la racionalidad científica y con ello el desarrollo de la idea de los derechos civiles y sexuales tanto individuales y colectivos.
La interrelación moderna entre el discurso de las ciencias y el de las
religiones dio y sigue dando lugar a creaciones maravillosas para la
humanidad. Lo temible es cuando aparecen posiciones extremas y radicalmente antagónicas. Más bien hoy se tiende a construir puentes, metáforas y hasta nuevos mitos para dar cabida a la coexistencia de los más diversos y hasta contradictorios aspectos y facetas de la subjetividad.
Desde el punto de vista de la complejidad del ser humano, hoy sabemos que un científico no tiene porque abjurar de Dios y que un creyente no tiene motivos para abjurar de la ciencia.
Contra estos intentos modernos es que se levantan violentamente los sectores extremistas.
Lo que ocurrió en Nigeria es una amenaza a la modernidad y una vuelta atrás en materia de derechos humanos.
La modernidad reconoció el derecho civil de la libertad de credo siguiendo la lógica de los derechos individuales y colectivos, por ello resulta doloroso la utilización de esa libertad para apropiarse de la vidas de jóvenes mujeres y varones.
Otro aspecto a tener en cuenta es que la lucha por los derechos humanos surge de la necesidad de limitar el dominio del patriarcado, el cual no es solamente una cuestión sexual, sino fundamentalmente una cuestión política construida sobre una lógica de segregación, abuso y exclusión.
El patriarcado es un sistema de poder sobre los cuerpos, es una intervención biopolítica, que se sostiene a través de los rituales y los hábitos cotidianos.
Ni hombre ni amo ni mujer son géneros sexuales, sino posiciones civiles y políticas dentro de una estructura patriarcal arraigada en la subjetividad desde tiempos inmemoriales que detenta poder sobre los cuerpos individuales, familiares y sociales.
Por todo esto es que el avance de un patriarcado fundamentalista amenaza la modernidad.