Tenía 21 años cuando la llevaron al campo de Drancy, conocido como la antesala de Auschwitz en la París ocupada por los nazis. Logró escapar y, desde entonces, se sumó a la WIZO, una red clandestina que tenía como principal objetivo rescatar a los niños judíos de las garras nazis. Ahora cuenta su historia en escuelas secundarias.
Llevaba un abrigo a cuadros, negro y blanco, cuando pisó por primera vez el campo de concentración de Drancy, conocido como la antesala de Auschwitz. Tocaron la puerta del departamento en París donde vivía con sus abuelos y gritaron su nombre: Irene Spanier. "Tome su ropa y síganos", le ordenó el oficial de la Gestapo, antes de empujarla al camión que la depositaría junto a otros judíos en el campo transitorio, ubicado en las afueras de París. Fue un 16 de julio de 1942, durante una de las redadas masivas que incluían a niños y mujeres en la Francia ocupada bajo el régimen nazi. Tenía 21 años y nunca había ido a un baile. Todavía perduraba el recuerdo de su último verano en las playas inglesas, donde vacacionaba antes de la guerra. Ahora, sentada en el living de su casa en Vicente López, Irene vuelve atrás en el tiempo. Era el año 1940 y vivía a unos pasos de los Jardines de Luxemburgo, rodeada de elegantes muebles Segundo Imperio, alfombras persas y libros que acumulaba para rendir sus exámenes del baccalauréat, la prueba final para acceder a la universidad.
"¿Quiere té inglés?", ofrece con un marcado acento francés. Irene Spanier de Bendiner llegó al mundo un poco antes de lo previsto, el 8 de noviembre de 1920, en la ciudad alemana de Aquisgrán (Aachen). Sus padres, ambos belgas instalados en París, estaban de viaje para asistir a una conferencia.
Una cadena de casualidades: cuatro latas de tomate, un falso síndrome de Babinsky y un coraje a prueba de todo hicieron posible que esta mujer que ahora está por cumplir 90 años sobreviviera al infierno en el que sucumbió la población judía durante la Segunda Guerra Mundial. Ella no sólo esquivó el genocidio sino que con su participación en la WIZO (Women´s International Zionist Organization), la red clandestina que tenía como principal objetivo rescatar a los niños judíos del fatal destino en los campos, ayudó a salvar a más de 300 chicos que hubieran caído en manos de los nazis.
El primer golpe de suerte la rozó cuando llegó al campo de concentración de Drancy con fiebre muy alta y la ingresaron a la enfermería, a pedido de un conocido de su medio hermano que la reconoció. "Escuche una cosa -le susurró un médico que quería salvarla-. Cuando le pongan un alfiler en la planta del pie, levante el pulgar". Así fue como partió, octava en la lista hacia el Hospital Rothschild, simulando el signo de Babinski, una grave afección en la médula.
En el hospital judío ya no había oficiales de la SS sino policías franceses. Su madre vendió una joya muy costosa que había alcanzado a esconder de las manos nazis y con ese dinero sobornó a un comisario francés. Irene salió a medianoche del hospicio y aprendió que, de ahí en adelante, se movería en las sombras.
"¿Me prende la luz de acá? Detesto la oscuridad", le pide a Marta, la mujer que la ayuda para las tareas domésticas, y continúa su relato.
A los pocos meses de haber salido de Auschwitz, sola y sin poder contactarse con su familia, empezó a sobrevivir en la ciudad. "Me tenía que esconder, no podía dormir más de dos noches seguidas en el mismo lugar. No tenía para comer, pero había tanto miedo que uno no sentía hambre", recuerda Irene mientras desparrama sobre una mesa redonda los documentos que guarda en una ajada libreta roja: su estrella de David de tela amarilla, varias fotos antiguas y una pila de papeles arrugados en donde están los verdaderos nombres de los chicos que escondió.
A los pocos meses de su salida del campo de concentración se contactó con ella Juliette Stern, directora de la WIZO, la organización subterránea que rescató a cientos de niños judíos y los salvó de la muerte en los campos de exterminio. "Necesito una muchacha joven, bonita, rubia, que hable francés perfecto y no parezca judía. Necesito que me ayudes con los chicos. Tenemos un montón y hay que salvarlos", le suplicó Stern.
"Los alemanes iban a la mañana muy temprano para llevar a la gente al campo de concentración. Los chicos estaban en la escuela. El problema era cuando los chicos volvían a casa y encontraban el departamento sellado y nada. No había papá ni mamá. Eran chicos de cuatro años en adelante. Los más grandes tenían 12. Se quedaban llorando en la calle. La organización se arreglaba para tener la lista de los que habían arrestado a la mañana con la dirección y mandaba a los jóvenes para recoger a esos chicos", detalla.
A partir de entonces, Irene cargaba una lista de los niños que había que esconder. Se subía a los trenes, nunca con más de dos niños, y los dejaba en sus nuevos hogares en los alrededores de París. Los dejaba a cargo de las mujeres cuyos maridos estaban en el ejército francés y no tenían dinero suficiente. Ellas los tomaban a su cargo a cambio de 500 francos mensuales, que aportaba la WIZO. Luego, debía ir a verlos y a pagar la cuota todos los meses.
"¿Peligro? ¿Qué peligro? Había que sacar a los chiquitos de las calles", dice Irene cuando se le pregunta si alguna vez sintió que ponía en riesgo su vida con esas acciones clandestinas. "Los chicos estaban en un estado... No se puede ni decir. Un chiquito que de un día a otro no tiene más hogar ni padres está perdido mentalmente. Eran tan corajudos, tan chiquititos. Era increíble cómo obedecían, cómo sentían el peligro."
Una vez le tocó ubicar a un niño de sólo tres años. "No te llamas más Moishe. Te llamas Pierre", le advirtió antes de subirse al tren. "Ni una vez un chico se equivocó o hizo saber que no era Pierre o Paul. A los tres años, el sentimiento de defensa de la vida estaba ahí".
A medida que pasaban los años, los niños escondidos crecían y se tornaba más difícil para las familias que los albergaban. Por eso, debían sacarlos del país. "La necesitamos. Hay que llevar veinte pasaportes y es peligroso", le advirtió la directora de la WIZO.
Con los veinte pasaportes dentro de un bolsito de cuero, Irene estaba a punto de subirse al tren cuando vio a un vendedor de latas de tomate y decidió comprarle cuatro. "Las pensé para una sopa y las puse sobre los pasaportes". Una vez en el tren, observó que en cada estación había un oficial de la Gestapo. Al bajar escuchó el paralizante "Fräulein" y se detuvo. Cuando le pidieron que abriera su cartera, el soldado sólo vio las latas de tomate. "Así salvé mi vida y la de los chicos, que pudieron viajar a Suiza."
El alivio recién llega cuando señala la foto que la transporta a la avenida Champs-Elysées, el 26 de agosto de 1944, con el desfile de las tropas aliadas victoriosas ante la multitud. Con un cigarrillo americano en la mano y un elegante vestido con flores bordadas que le guardó una amiga, una joven Irene, de frente lisa y pelo ondulado y rubio, festejaba la liberación de París. "El día más hermoso de mi vida. Volvíamos a vivir; nos atrevíamos a respirar".
Apenas unos años más tarde, abandonaría el país que tanto le había sacado: su abuelo y su hermano murieron en Auschwitz. Se lo había prometido a sí misma si llegaba a sobrevivir. En 1948 y a los 28 años, desembarcó en la Argentina. "Conocía el idioma; había tomado un curso de español. Además, la visa para entrar en Estados Unidos tardaba mucho tiempo", recuerda.
Tan sólo tres días después de pisar suelo argentino consiguió trabajo como dactilógrafa en una compañía exportadora, donde trabajó hasta conocer a su marido, Franz Bendiner, con el que tuvo dos hijos. "Mi pasaporte argentino es mi bien más preciado. Amo a este país", dice Irene que, aún hoy y cuando se lo solicitan, asiste a escuelas para contar a los alumnos de secundaria su experiencia. Cuando ella habla y cuenta su historia, dice una profesora de historia que asistió a una de sus charlas "se produce un silencio absoluto pocas veces visto".
"Te daba sesenta años", la elogia el fotógrafo de LA NACION. Es que esta mujer que sobrevivió a Auschwitz y a la vigilancia de la Gestapo, que vivió en las sombras con una cédula de identidad falsa durante los cuatro años que duró la ocupación nacionalsocialista en Francia, no aparenta su cercanía a los 90, ni tampoco sus noches y madrugadas de hambre, sed y sufrimiento. No hay arrugas ni marcas que delaten el dolor en su rostro luminoso. Quizás las esconde. En algún rincón, Irene las disimula y disfraza para seguir adelante; después de todo, es esa habilidad la que le salvó la vida a ella y a los 300 chicos que logró escamotear de la muerte nazi.
© LA NACION
Quién es
Nombre y apellido: Irene Spanier
Edad: 89 años
Escapar y resistir: De padres belgas, nació hace casi 90 años en la ciudad alemana de Aquisgrán (Aachen). Tenía 21 años cuando fue llevada al campo de Drancy, aunque logró escapar y unirse a la WIZO.
Nueva vida en la Argentina: Cuando finalizó la guerra, el nazismo le había arrebatado la vida de su abuelo y de su hermano. En 1948 se radicó en la Argentina, en donde comenzó trabajando como dactilógrafa. Aquí se casó y tuvo dos hijos.