Recordamos a Eugenia Sacerdote de Lustig

Posteado el Lun, 08/11/2021 - 08:47

Eugenia Sacerdote de Lustig (Turín, Italia, 9 de noviembre de 1910 - Buenos Aires, Argentina, 27 de noviembre de 2011) ​ fue una médica judía ítalo-argentina. Publicó más de 180 trabajos.

Entrevista realizada para el libro Herencias de la Inmigrcion Judía en Argentina de Roxana Levinsky poco antes de su desaparición a los 101 años.

Nos hace pasar a un luminoso departamento de Belgrano. Por desgracia, a sus noventa y tres años una ceguera reciente le impide gozar de esa luz y le ha vedado el trato directo con los libros y con algunos trabajos de investigación que siempre la entusiasman, aunque no le dificulta guiarnos sin la ayuda de un bastón y con paso seguro a la sala donde tenemos la charla. Si los ojos ya no buscan nuestra mirada, en cambio toda su fisonomía vuelta hacia nosotros acusa el interés por oír y contar. La voz aún firme y el buen castellano no dejan de delatar la bella lengua italiana de la infancia, y una palabra jovial y sin arabescos nos acerca a una mujer emprendedora y valerosa, con la inquietud inteligente de los perseverantes amantes de la ciencia. Como el matemático Beppo Levi o el filósofo Rodolfo Mondolfo, judíos de Italia ambos, que huyendo del fascismo se instalaron en nuestro país, rehicieron sus vidas y siguieron construyendo y aportando su saber.

El azar de los apellidos poca influencia suele tener en quienes los llevan, sobre todo cuando, como en este caso, el carácter dulce, libre y risueño no armoniza con la severa fe del sacerdote. Su judaísmo —más allá del atavismo impalpable que liga a los descendientes de Sem— entronca con ese afán civilizatorio que es sin duda un valor poderoso de este pueblo. Por ello, y aun-que uno quiera creer que la peor pesadilla ha quedado atrás, la piel se vuelve a erizar cuando escucha en su relato que en la tierra de Galileo, Leonardo y Verdi las leyes raciales del fascismo hacían girar la historia al revés, obligando a Eugenia y a su familia a abandonar su país natal y bajar del barco que la trajo a nuestras tierras para nunca más volver la mirada atrás. Lo que sigue, con sus momentos de calma, de tensiones, de breves suspensos, es el relato del tempestuoso siglo xx.

SACERDOTE Y SINAGOGA.

Aunque el apellido que me dio mi padre tiene una raíz latina e indoeuropea, indicando a la gente que se encargaba de los sacrificios religiosos, puedo decir que Sacerdote es un apellido muy judío. De los Montalcini sé bastante más, porque un primo que es profesor de Historia en Pisa ha hecho todo un estudio sobre nuestros orígenes. El apellido primitivo de mi rama materna era na-da más ni nada menos que Sinagoga y se remonta hasta los tiempos del Imperio Romano. Según parece se trataba de comerciantes acomodados que tenían un gran tráfico con Palestina y que intentaban convencer a los romanos de dejar su politeísmo y abrazar la fe en un único Dios. La suerte cambió cuan-do Roma invadió Jerusalén, se destruyó el Templo y los judíos entonces comenzaron a llegar como esclavos y no como hombres libres.

Los Sinagoga marcharon al sur de Italia, se instalaron en Nápoles y permanecieron allí durante siglos. Pero en 1492, así como los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de España también lo hicieron de sus posesiones en la baja Italia. Entonces se vie-ron obligados a subir hacia el norte, y cerca de Florencia, en la Toscana, se establecieron en el pueblo de Montalcini, del cual adoptaron su nombre abandonando el de Sinagoga, demasiado evidente.

Ya con el nuevo apellido a cuestas, una parte de la familia siguió hasta el Piamonte, donde reinaban los Saboya. En esa época no se permitía a los judíos residir en las grandes ciudades, así que se instalaron en una pequeña villa cerca de Turín. Por eso se encuentran sinagogas en las pequeñas ciudades y no en las grandes. Se vivía en el gueto, encerrados de siete de la noche a siete de la madrugada, sin poder tener comercio con los cristianos ni ejercer profesiones libres, cosa que recién pudo hacerse en 1870 con la unidad de Italia y los aires más liberales en la península. De todas maneras la presencia judía fue pequeña: antes de las leyes raciales de Mussolini, eran unos treinta y siete mil, y en Turín, ciudad de la cual provengo, no haba mas de tres mil.

A mi padre, Alberto, lo conocí en la cama, porque padeció durante largos años de leucemia, que lo agotaba totalmente. El médico era una visita obligada de casi todas las noches. No tengo recuerdos agradables de su figura, tal vez por verlo así postrado y apenas haber hablado con él. Sólo me acuerdo de que a mis cinco años me llamó un día para decirme el significado de mi nombre en griego, eu genos, "bien nacida". Fue un abogado muy culto.

Mi madre, Elvira, hija de un vendedor de telas de mercado, el abuelo Emanuele Montalcini, y de Eugenia Segre, que fue una mujer buena y cariñosa pero muy triste, que siempre se ocupó de las cosas del hogar y de la atención de la enfermedad de su marido. La mente y la memoria son selectivas, y no sé por qué, como si quisiera marcar algo premonitorio de mi futura venida al país, recuerdo de mi infancia dos cosas con particular agrado: la lectura de las aventuras de D'Artagnan y la historia De los Apeninos a los Andes, de Edmundo de Amicis, que vi en el cine cuan do estaba en cuarto grado y en la que se habla de un chico que viene a la Argentina a buscar a su madre.

CIVILIZACION Y BARBARIE

De mi niñez vuelven las imágenes terribles de la Primera Guerra Mundial. Sufríamos mucho el frío, con los terribles sabañones en los pies y en las manos. Usábamos unos guantes gruesos, con los que incluso aprendí a escribir en la escuela, y a pesar de ello teníamos los dedos entumecidos pues el carbón de leña era escaso, Por las noches tomábamos baños de agua muy caliente con hojas de nogal que largaban un aceite que calmaba un poco la picazón. Y recuerdo el hambre. Conocí el azúcar después de la guerra, porque lo poco que entregaban era para mi padre por su condición de enfermo. También la miel y el chocolate fueron para mí una revelación, como lo fue ver una noche la ciudad iluminada el día que terminó la guerra, ya que mientras duró los faro-les estaban pintados de azul y reinaba la oscuridad. Después vino la gripe española que mató a mucha a gente, inclusive a varios de mis familiares. Y como si esto no bastara estalló la lucha entre fascistas y comunistas en las calles. Teníamos un pariente que producía cables eléctricos —los primeros hechos en Italia—yen una ocupación de la fábrica los obreros lo encerraron en una pieza. Recuerdo a mi madre preguntando a cada rato por teléfono para saber si lo liberaban. Finalmente se pactó y liberaron al tío Vittorio. Muchos industria-les asustados por lo que pasaba prestaron su apoyo a Mussolini.

El Duce sube en 1922. Recuerdo bien a los fascistas con sus uniformes ordenando a la gente gritar "¡Viva el Duce!", repartiendo bastonazos con el manganello y la botella de aceite de ricino lista para el que no obedecía. Sin embargo, y esto es notable en semejante clima, no me acuerdo de haber padecido actitudes antisemitas. En la escuela, yo era la única judía. Me retiraba de la clase de religión y mi mamá me iba a buscar. Mis amiguitas eran todas católicas, pero nunca sentí un rechazo. Por otra parte había muy pocos judíos en Turín y no había colegio judío al que acudir. Los sábados íbamos a la sinagoga y cuando hice mi Bat Mitzva me acompañaron seis chicos más en la ceremonia.

Las mujeres no tenían como proyecto ir a la universidad, por lo que terminé recibiéndome en un li-ceo femenino donde se estudiaba literatura italiana y francesa y se enseñaba a bordar y cantar pero nada de matemática o física, y mucho menos contenidos relacionados con el plano científico. Me encontré a los diecisiete años brillantemente recibida pero sin nada por hacer hasta que un hermano mayor, que era ingeniero, sufrió un accidente profesional en la empresa telefónica en la que trabajaba y tuvo que estar tres meses hospitalizado. Yo alternaba con mi madre en sus cuidados y allí, a los dieciocho años, descubrí la medicina. Empecé a familiarizarme con los médicos, los pacientes, las enfermeras, y se despertaron en mí las ganas de seguir esta carrera, aun-que tenía todas las puertas cerradas porque los estudios que había hecho no me capacitaban para ello. Entonces, con mi prima Rita Levi Montalcini, Premio Nobel de Medicina en 1987, que era dos años mayor y estaba en mi misma situación, decidimos hacer el Liceo Científico. Fue un esfuerzo tremendo porque en un año tuvimos que asimilar ocho de latín y cinco de griego, más todas las materias científicas sobre las que no habíamos estudiado nada previamente.

Por supuesto, tuve que empezar por convencer a la familia, que decía que medicina no era una carrera para mujeres, pero mis ganas y tal vez el antecedente de que un hermano de mamá haya sido el primer italiano judío en recibirse de médico terminaron por convencer a todos. Cuando entré junto con mi prima en la universidad, éramos cuatro mujeres entre quinientos estudiantes, lo que obviamente nos creó un sinfín de dificultades en un mundo hecho para hombres. Ante todo, las burlas que nos hacían de los cursos superiores, al punto que al comienzo tuvimos que pedirle al portero, que vivía en el edificio de la facultad, que nos permitiera acceder a los claustros por su casa, pues en la puerta principal éramos objeto de todo tipo de bromas pesadas, algunas en verdad mortificantes como cuando me sacaron el sombrero y lo encontré tirado unas cuadras más allá. Pero logramos que nos respetaran al empezar a rendir los exámenes: me recibí con un promedio perfecto. Ahi se acabaron las bromas y los prejuicios. Enseguida me tomaron como alumna interna de Anatomía. Por la mañana estudiaba y asistía a las otras asignaturas y por la tarde concurría al laboratorio del profesor Giuseppe Levi donde lo aprendí muchas técnicas de histología, de manejo de tejidos y preparación de cultivos celulares para las prácticas de los estudiantes primerizos, cosa que ha sido siempre mi fuerte y que fue el tema de mi tesis de doctorado.

Yo no hice una militancia activa, pero Levi era un antifascista declarado. Recuerdo que un día apareció en los diarios la noticia de que el Duce iba a ir al campo a ayudar a los agricultores, y el profesor, que tenía una voz muy fuerte, dijo en un tranvía lleno de gente que la última payasada de Mussolini sería ponerse a cortar trigo sin camisa. Yo estaba a su lado y el tranvía se vació completamente en medio de gritos y discusiones. Luego el Instituto de Anatomía —donde pasé mis seis años de ayudante mientras estudié medicina— fue visitado por los fascistas con harta frecuencia: rompían los cajones donde estaban los cultivos, nos vaciaban los bolsillos de los guardapolvos, se trabajaba con una sensación de miedo, de desastre permanente. Conocí a mi marido, Maurizio Lustig, un verano de 1936. Era un primo del profesor Levi que solía visitarlo en Turín. Los Lustig pertenecían a una antigua familia ludia de Trieste, aunque Maurizio nació en Milán y residía en Roma, donde ocupa-ba un alto cargo en la empresa Pirelli. Nos casamos a fines de 1937 y me fui a vivir a la capital. En 1938 nació nuestra primera hija y un día de junio en que estaba amamantándola abrí el diario y el mundo trastabilló. Mussolini había dictado las leyes raciales contra los judíos. Algo insoportable. De un día para otro perdimos todos los trabajos: mr mando en Pirelli, mr hermano en la empresa de telefonía donde era director y a mí me quedó in-servible mi carnet de médica. Lo puse en un cajón y nunca más en mi vida lo usé; en Italia no tuve tiempo de practicar la medicina. No disfruté ni un día mi departamento de Roma recién amueblado porque tuvimos que venderlo.

EL HORIZONTE ARGENTINO Y LA CIENCIA

Con mi esposo y mi hija nos mudamos a Milán, donde vivían algunos familiares. Estados Unidos tenía las cuotas inmigratorias agotadas y los cónsules argentinos en esos años no daban visas a gente de origen judío. Pero entonces los hermanos Pirelli le ofrecieron a mi marido un puesto en Buenos Aires porque estaban por abrir una sucursal en la Argentina. Aceptamos con entusiasmo y nos embarcamos con el dolor y la incertidumbre de dejar a toda la familia. Llegamos cuatro días antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Como se interrumpieron las importaciones de las maquinarias necesarias para poner en funcionamiento la fábrica, mi esposo fue derivado a Brasil, donde vivimos dos años hasta que la empresa por fin pudo establecerse aquí. Estamos muy re-conocidos a los hermanos Pirelli, pues gracias a ellos pudimos salvarnos.

No supe nada de mi familia durante diez años, pero por fin mis dos hermanos y mi madre reaparecieron en Nueva York, luego de estar un período en Francia, y una cuñada mía con sus dos hijos pequeños vinieron a vivir con nosotros, por lo que nos sentimos más acompañados.

A pesar de ser recién llegados y que esos años cuarenta angustiaban a todos, traté de ver cómo podía seguir haciendo lo que me gustaba. Por supuesto, no me reconocían ningún título, y con tres hijos que atender el esfuerzo por revalidarlos se hacía imposible y absurdo, por lo que decidí olvidar la práctica de la medicina y explorar entonces si podía iniciarme en la investigación bioquímica.

Fui a la Facultad de Medicina, me interesé por el nombre de los profesores y sobre todo por las cátedras de Histología y Biología, que era donde mejor podía prestar servicios a pesar de mi corta experiencia en Italia Me informaron que los laboratorios no quedaban en el edificio central sino sobre la calle Cangallo esquina Pasteur. Hacia allí fui Lo que encontré fue un horror. Un conventillo en runas con las paredes descascaradas en el que llovía por todas partes. Me dio una impresión muy terrible, un golpe en el corazón, pues venía de una universidad como la de Turín con columnas de mármol y todas las instalaciones necesarias. Me presenté y dije que yo sabía cultivar células vivas in vitro. Me dieron una mesa, algunos elementos y autorización para empezar a trabajar cuando quisiera, advertida, un embargo, de que debía olvidarme de un sueldo porque no habla presupuesto. A los dos años nos mudamos por fin a la Facultad de Medicina de la calle Paraguay y entonces me dijeron que tampoco podían pagarme un sueldo pero como había una partida anual para las roturas de vidriería, tubos, probetas y demás, si se rompía poco, de ahí podría salir alguna remuneración. Yo me preocupaba de que nadie rompiera nada.

GESTA HEROICA CONTRA LA EPIDEMIA

No bien Juan Domingo Perón llegó al poder en 1946, echó al profesor Bernardo Houssay de la cátedra que ocupaba, y el profesor Varela, que estaba donde yo trabajaba, renunció también en solidaridad, y con él algunos de sus ayudantes más prometedores corno el doctor Eduardo De Roberto, que se fue con una beca a Estados Unidos. Me volví a encontrar desesperadamente sola, con un incipiente castellano y, como era extranjera, también debía andar con cuidado porque me podían expulsar. De esa situación me rescató el director del Instituto de Medicina Experimental del Hospital Roffo, el doctor Brachetto Brian, que me incorporó a su equipo porque le interesaba la técnica de cultivo de células in vitro para estudios sobre el cáncer. En d año 1950 el doctor Armando Parodi me invitó a trabajar en el Instituto Malbrán: había hecho trabajos en Estados Unidos sobre virus y el cultivo celular era esencial para sus investigaciones. Así que por la mañana iba al Roffo y a las dos de la tarde entraba a trabajar en el Malbrán. Pero dos años más tarde, Parodi se cansó de Perón y se fue a trabajar a Uruguay, por lo que me encontré como jefa del Departamento de Virología de una semana para otra. Como el tema virus me era desconocido —tuve que estudiar a marcha forzada con el agravante de que por ser reciente su descubrimiento no había mucha bibliografía— y como el que me enseñaba era el mismo Parodi me sentí bastante desamparada. Pero las cosas se precipitaron y no tuve tiempo de reflexionar en esa orfandad.

En febrero de 1954, a pocos días de llegar a Pinamar, recibo un telegrama del Ministerio de Salud: "Vuelva enseguida. Terrible epidemia". Dejé a mi familia y me encontré con un panorama espantoso: la epidemia de poliomielitis, que duró hasta 1956, era ya muy fuerte y los chicos morían como moscas. La actividad fue tremenda. Había que hacer análisis diarios, a veces hasta cien casos, y no había monos rhesus, que son los más cercanos al hombre para realizar los tests virales. Hubo que arreglarse con fetos humanos para hacer cultivos de diagnóstico y tuve que hablar con la Maternidad Sardá y otras para ver si se podían obtener de abortos naturales. Iba por la mañana temprano, ponía los fetos en una bolsa —con el peligro de que algún policía me parara y tuviera que explicarle algo bastante difícil de entender, con la inevitable pérdida de tiempo— y corriendo me iba al Malbrán para producir los cultivos de células humanas. Sobre estos cultivos al día siguiente podía hacer la prueba para sacar un diagnóstico. Cerca de medianoche, como había mucho material peligroso y el personal podía contagiarse, una técnica y yo lo rociábamos con nafta y quemábamos en el jardín del Malbrán todo lo que se había utilizado ese día. Felizmente apareció la posibilidad de la vacuna antipoliomielítica de Jonas Salk, pero estaba en período de prueba. Hacia fines de 1955 fui enviada a Estados Unidos y Canadá por la Organización Mundial de la Salud para trabajar con monos rhesus en las pruebas experimentales que aún faltaban para poner la vacuna a punto. Me mandaron uno, pero era muy insuficiente. Cuando la vacuna tuvo éxito debí convencer a las autoridades de que se implementara la vacunación a nivel general. Lo primero que hice fue inocularme a mí y a mis hijos para testimoniar que no había peligro. Yo misma vacuné a las primeras camadas de chicos en el Malbrán. Pero los problemas no fueron sólo de esa índole. Producido el golpe de 1955 contra Perón empezó una serie de resistencias por parte de los sindicatos peronistas, que convocaron a una huelga en plena epidemia. Uno de esos días, llego a trabajar y me frenan en la puerta tratando de obligarme a que hiciera paro yo me negué porque había cosas que no se podían postergar. Entonces, no sé quién me tiró algo pesado encima con tan mala suerte que me fracturó un pie. La cosa colmó la medida y mi marido me obligó a renunciar.

LA CARRERA CONTINUA

Cuando asumió Arturo Frondizi como presidente de la Nación nombró rector de la Universidad de Buenos Aires a su hermano Risieri, un filósofo que daba clases en Estados Unidos. Entonces para mí, como para la gran mayoría de los científicos e intelectuales del país, las cosas empezaron a cambiar. Se llamó a concurso de profesores, incluyendo a los que no tenían título universitario argentino. Me presenté en la cátedra de Biología Celular en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales y gané las oposiciones. Al día siguiente me manda-ron el título de médica, pero no me sirvió de mucho porque había olvidado la clínica. Poco tiempo después tuve el orgullo de estar entre los primeros en ingresar al recién fundado CONICET, dirigido por Houssay. Fue un momento feliz porque lo que a mí me interesaba era la investigación. Desde 1958 a 1966 también seguí dando clases, hasta esa famosa "noche de los bastones largos", en la que me salvé de milagro. Se olfateaba algo en el aire, y el doctor Rolando García, decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, que en esa época estaba en la calle Perú, llamó a una reunión urgente de profesores. Quise avisar a mi familia para decirles que volvía tarde y, esas cosas del destino, el teléfono en la facultad no andaba así que crucé a la confitería El Querandí que estaba enfrente, siempre llena de estudiantes. Terminé de hablar y al volver vi un celular policial que se llevaba a Sadosky, a García y a otros profesores. Tuve tiempo de tomar un colectivo e irme a casa. Me echaron, y así terminó mi carrera de profesora universitaria. Por suerte, al poco tiempo se abrió un concurso en el Instituto de Oncología Ángel H. Rollo para crear el Departamento de Oncología Experimental. Gané el concurso de directora de Investigaciones y hasta que me jubilé llevé adelante trabajos sobre el mal de Alzheimer, genética y temas oncológicos. En 2001 mi falta de visión pudo más y también debí alejarme del CONICET, aunque no dejo de seguir algunos trabajos que me leen los becarios, en especial uno de ellos que trabaja un tema importantisimo y que promete mucho: el trasplante de células nerviosas.

SER JUDIO: L.A PERSECUCION Y LA INTELIGENCIA

De niña no tuve una educación judía especial. En Italia los judíos éramos unos pocos miles y estábamos dispersos por toda la península. Si bien con mi madre íbamos al templo, en casa no había una religiosidad marcada. Papá, enfermo y de un espíritu liberal, no imponía una tradición fuerte en ese sentido. Por otra parte, pienso que la circunstancia de que los judíos italianos no tuviéramos un idioma como el idish de los judíos de Europa Central hizo que estuviéramos más inmersos en una cultura de raíz latina. Además, si bien hubo discriminación, el antisemitismo no fue violento como en el norte europeo, tal vez porque al ser un puñadito entre millones no nos vieron como una amenaza.

Cuando a mediados de los años treinta empezaron a llegar judíos austríacos y de Alemania por la persecución de Hitler, me enteré de primera mano de lo que pasaba en esos países y de que en Palestina se estaban formando colonias judías. Recién con las leyes raciales de Mussolini la condición de judía tomó un carácter bien concreto.

Yo no soy creyente, no creo en un más allá futuro, creo en las cosas que pasan acá. Tampoco sé si hay valores específicamente judíos, sólo sé que mi familia me enseñó la rectitud, la honestidad, una moral del cumplimiento, y creo haber respetado este legado. Lo que sí parece haber ocurrido es que por tener que luchar contra la barbarie a través de su historia, los judíos encarnaron los valores de la civilización y la cultura, que no les son exclusivos, pero que debieron defender para sobrevivir. E igualmente su tradición de estudiosos de la Biblia y que se le cerraran los caminos para muchos trabajos prácticos hizo que tuvieran un intelecto más activo, la mente libre aunque los persiguieran. Cuando el mundo se hizo más democrático, volcaron eso que amasaron en las ciencias, la música, la literatura, y de ahí que los judíos hayan dado tantas figuras importantes a la humanidad.

Premios y reconocimientos

1967 - Premio "Mujer del Año de Ciencias".

1977 - Premio A. Noceti y A. Tiscornia de la Academia Nacional de Medicina Argentina.

1978 - Premio Benjamín Ceriani por la Sociedad de Cirugía Torácica.

1979 - Premio otorgado por la Sociedad de Citología.

1983 - Diploma al Mérito en Genética y Citología de la Fundación Konex.

1984 - Premio Barón otorgado por LALCEC (Liga Argentina de Lucha contra el Cáncer).

1988 - Premio Alicia Moreau de Justo.

1991 - Premio José Manuel Estrada otorgado por el Arzobispado de Buenos Aires.

1991 - Premio Trébol de Plata por el Rotary International.

1992 - Premio Hipócrates a la Medicina otorgado por la Academia Nacional de Medicina Argentina.

1994 - Premio Anual QUALITAS Profesor Doctor Braulio A. Moyano. Tema: Alteraciones cerebrales en la tercera edad. Título del Trabajo: Diagnóstico y marcadores periféricos en demencias tipo Alzheimer y vascular. Superóxido dismutasa en pacientes y familiares. Otorgado por Qualitas Médica y la Academia Nacional de Medicina Argentina.

2001 - Premio Anual QUALITAS Prof. Dr. Osvaldo Fustinoni. Tema: Avances en geriatría. Título del trabajo: Nuevos aportes en neurogeriatría - El impacto de los años - Valoración de la marcha/equilibrio y del estrés oxidativo asociados a patologías neurológicas en la edad avanzada. Otorgado por Qualitas Médica y la Academia Nacional de Medicina Argentina.

2003 - Mención especial en Ciencia y Tecnología de la Fundación Konex.

2004 - "Ciudadana ilustre de la Ciudad de Buenos Aires", otorgada por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

2010 Premio Bernardo Houssay

2011 - "Medalla Conmemorativa del Bicentenario de la Revolución de Mayo 1810-2010", otorgada por el Senado de la Nación Argentina, por su trayectoria científica.

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