En un viaje histórico a Oriente Medio, el Papa Francisco concentró todas las miradas en su figura humilde y sencilla en un territorio marcado por enfrentamientos y conflictos que se prolongan desde hace mucho tiempo.
Se trató de un viaje marcado por el número tres pero que convergió en el uno. Tres días de recorrido; tres ciudades: Ammán, Belén y Jerusalén; tres religiones monoteístas.
Pero la peregrinación de Francisco por estas tierras tendió a involucrar a todos los hombres a encontrar la unidad que es expresión de paz. Una paz que, como dijo en Jordania, no se compra ni se vende, sino que es un don que debemos buscar con paciencia y construir artesanalmente, mediante pequeños y grandes gestos en nuestra vida cotidiana.
Francisco dejó muy claro el mensaje que quería transmitirnos: «hay que seguir esforzándose por lograr la tan deseada paz». Preocupado por mantener un diálogo sincero con las otras confesiones religiosas, este periplo no puede sustraerse de su contexto político.
Demasiados años esta zona del mundo vive inmersa en un estado de violencia permanente en el que se instaló la idea de que se trata de un conflicto sin solución y no hay espacio para la esperanza.
El viaje del Papa coincide con la ruptura, una vez más, de las negociaciones entre israelíes y palestinos. Oír en una tierra marcada por la guerra una defensa de diálogo, tolerancia y respeto al otro, al que se considera un enemigo irreconciliable, y también entre comunidades religiosas puede sonar en un mundo descreído e hipócrita como una utopía, pero, como dijo Francisco, «el mundo necesita mensajeros de paz».
Decirlo de forma abierta y sincera, sin tapujos, es una muestra de coraje que sólo un líder respetado como el Papa puede permitirse. Entre todos los derechos menoscabados en la región, Francisco se refirió al terrorismo en nombre de Dios y a la persecución religiosa, que atenta directamente sobre la libertad de conciencia, base de las sociedades democráticas y tolerantes.
En Belén conoció el drama de quienes están del otro lado del muro que los separa de Jerusalén. Tocó con su mano el dolor de la periferia.
En Jerusalén rezó frente al Muro de los Lamentos. Allí, entre sus milenarias piedras, depositó su pedido de paz.
A esta altura de los tiempos, aún no comprendimos que la civilización necesita más de puentes tendidos que de muros erigidos. Para ello es imprescindible derrumbar las murallas de la indiferencia egoísta que circunda nuestros corazones y afecta nuestro sentido común.
Dijo la Madre Teresa al recibir el Premio Nobel de la Paz: «Si no tenemos paz en el mundo es porque olvidamos que nos pertenecemos el uno y el otro, y que fuimos creados para amar y ser amados».
El Papa Francisco llegó a la zona, con la humildad que lo caracteriza, para que, frente a los muros, recordemos esas palabras.
«Construir la paz es difícil, pero vivir sin paz es un tormento», afirmó.