En 1936, Mordejai Gebirtig escribió el poema en idish Nuestra aldea está en llamas. Durante y después de la Segunda Guerra Mundial se había convertido en un himno en guetos y campos de concentración.
Tiene la aguda simpleza de haber percibido con toda exactitud lo que amenazaba ese tiempo. No me asombra, la poesía es a veces portadora de esa extraordinaria cualidad que consiste en decir mejor que cualquier discurso lo que la experiencia pone por delante. Pero el poema, cualquier poema, no es suficientemente eficaz cuando las fuerzas históricamente en juego se desatan y ponen en funcionamiento su lógica de hierro.
Sin embargo, setenta años después, aquello que Gebirtig vio de su tiempo sigue vigente. ''Está en llamas, hermanos, está en llamas / Nuestra pobre aldea arde...'' ¿No está hoy en llamas nuestra frágil aldea humana, no hay voces del gran incendio que la queman?¿Y no es este fuego, otra vez, el mismo y propio instrumento de los hombres dispuesto contra los hombres?
''Un viento furioso arrasa y dispersa todo / Llamas enormes se alzan y mueven en círculo / Todo se quema ahora / Y ustedes se quedan mirando / de brazos cruzados / se quedan mirando mientras / nuestra pobre aldea está en llamas / puede que llegue el momento en que el fuego los alcance y sólo quedarán cenizas y muros negros.''
Efectivamente, en 1936 el mundo estaba en llamas: ya había estallado la Guerra Civil en España. En 1937 la aviación nazi destruyó Guernica; de ese horror queda el célebre cuadro de Pablo Picasso, motivo ahora de infatigable peregrinación turística.
Previamente, en 1935 ya había ocurrido la invasión de Mussolini a Abisinia, dos años después, en el 37, la invasión de Japón a China. En 1938, Hitler avanza sobre Austria, anexándola. El mismo año se proclama el Pacto de Munich entre Gran Bretaña, Alemania, Francia e Italia, el acuerdo incluía la cesión a Alemania de los Sudetes y parte de Checoslovaquia.
Es en este contexto que, el 9 de noviembre de 1938, se produce en Alemania la Kristallnacht ante la falta de reacción general. Se pensó que esa barbarie sólo afectaba a una parte de la sociedad, la comunidad judía de Alemania, y que el resto quedaba a salvo. Simplemente se contemplaba el despliegue de las llamas.
En 1939, Alemania invade Checoslovaquia e Italia invade Albania. El 23 de agosto de 1939 se celebra el Pacto Germano Soviético de no agresión. Ocho días más tarde, el 1° de septiembre de 1939, Alemania y la Unión Soviética invaden Polonia, Polonia queda dividida en dos. Poco después Alemania invade Bélgica, Francia, Dinamarca, Holanda e intenta entrar en Gran Bretaña, y fracasa, a pesar de la intensidad destructiva de sus ataques. Las llamas se dispersan, la pobre aldea europea arde y arderá con ese fuego destructor durante seis años más. Así ocurrían las cosas, todo quedaba a merced de esas llamas arrasadoras y, tal como dice el poema de Gebirtig, mientras los actores se ocupaban de avivar el fuego, los espectadores asistían de brazos cruzados. Hubo que esperar hasta la invasión nazi a la Unión Soviética (en junio de 1941) y el ataque japonés a Pearl Harbor (en diciembre de ese mismo año), para que el mundo se decidiera a tomar las iniciativas necesarias para apaciguar el incendio.
Pero ya era tarde, sin duda era muy tarde. Ya sabíamos de las llamas, ya las habíamos cantado en el gueto, y las habíamos padecido en nuestras ciudades.
No tiene el menor sentido considerar la Kristallnacht de un modo aislado, está enlazada a una serie de acontecimientos que la desbordan y la explican mejor que como pura y simple amenaza y ataque al judaísmo. No me canso de decir que el llamado ''problema judío'' sólo puede leerse en el marco general de la guerra, en medio de la incoherencia y la locura destructiva generalizada, en el teatro de irrupción de pulsiones y deseos criminales que la naturaleza histórica pone, regularmente, en escena.
''Está en llamas, hermanos, está en llamas'', es la severa advertencia del poema, ''nuestra pobre aldea está en llamas''. ''El socorro sólo puede llegar / si ustedes vuelven sobre el amor/ que una vez nos inspiró la aldea''; Gebirtig nos invita a salir de la indiferencia por la vía del amor que, una vez inspirado, demanda de nosotros, si es que todavía hay un nosotros, una revelación amorosa que también es una reacción: ''Tomen las herramientas necesarias y apaguen el fuego con vuestra propia sangre / Muestren lo que pueden hacer''. Nos invita, sencillamente, a no permanecer ahí mirando cómo ese viento salvaje nos devora y consume. Pero, yo me pregunto hoy, como nos preguntábamos entonces: ¿hay alguna chance, hay una posibilidad concreta, cierta, de intervenir amorosa y racionalmente sobre la historia cuando la violencia humana, en su movimiento ciego y acaso necesario, despliega su fuerza, o sólo resta la resignación de esperar que ella misma, como una naturaleza ausente de todo principio moral, como una tormenta que pasa, se agote y se rinda parcialmente hasta reencontrarla más allá o más acá, más tarde o más temprano, otra vez activa e incontrolable entre nosotros?
Grave pregunta, trágica, si se quiere, puesto que interroga la acción y pone al desnudo la diferencia entre aquello que anhelamos lógicamente y el curso real y concreto, la marcha histórica de las cosas, sus repeticiones que siempre desbordan los contenidos racionales que pensemos para ella. Otra vez se me disculpará el vago escepticismo de mis preguntas. No hablo de la Kristallnacht, el recuerdo de esa noche sangrienta es para mí un signo más de la locura de la guerra, prescindo de sus datos. Yo y muchos otros, durante años, cantamos la canción de Mordejai Gebirtig.
Gebirtig murió fusilado en 1942, en el gueto de Cracovia.
Jack Fuchs
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