Señoras, Señores, Amigos:
En primer lugar quiero agradecer la invitación que me hicieran para acompañarlos en este día tan especial, en el que conmemoramos un hecho histórico: la victoria de los Aliados y el Ejército Rojo sobre la Alemania nazi. El fin de la Segunda Guerra Mundial en la Vieja Europa, entonces.
Esta noche recordamos el fin a una tragedia que en algún momento pareciera interminable, pero que finalmente fuera anunciado, tras la batalla de Berlín, el 9 de mayo de 1945.
Atrás habían quedado, de pronto, los cinco años, ocho meses y siete días del horror de la Segunda Guerra Mundial. Atrás había quedado también el enorme crimen de lesa humanidad que conformara el Holocausto de los judíos, perpetrado por los nazis.
Digo esto cuando, en rigor, la Segunda Guerra Mundial se extendió algo más. Pero fuera de Europa. Concretamente hasta el 2 de septiembre de 1945, cuando se firmara, en aguas cercanas a Tokio, a bordo del acorazado Missouri de la armada norteamericana, la posterior capitulación de Japón.
Muy poco después de la llegada de la paz, nacieron las Naciones Unidas, esfuerzo que apuntó -de inicio- a demostrar que las guerras no son inevitables y en el cual los pueblos del mundo, como reza el propio exordio de la Carta de las Naciones Unidas, decidieron aunar sus esfuerzos y se declararon resueltos “a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que dos veces había infringido a la humanidad sufrimientos indecibles”. También decidieron -cabe agregar- reafirmar su fe en los derechos fundamentales y en la dignidad de la persona humana; en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, recordando, de paso, la necesidad de practicar la tolerancia y convivir en paz. Objetivos esenciales y permanentes, aunque no siempre respetados.
Lo cierto es que basta con mirar brevemente en nuestro derredor para comprobar que, pese a lo mucho que la comunidad internacional ha avanzado en la búsqueda de esos objetivos, queda una tarea constante por hacer, desde que los peligros que se procuraron definir y erradicar en 1945 aún subsisten en distintos rincones del mundo. Esta es la realidad. No otra. Cruda. Dura. Y, en más de un caso, hasta brutal.
En un libro reciente, Timothy Snyder define a las tierras de Europa Central en aquellos días como a las “Tierras de Sangre”. Allí una ola de violencia caracterizó particularmente a la consolidación del régimen nazi, entre 1933 y 1938, a la ocupación germano-soviética de Polonia, entre 1939 y 1941, y, más aún, al capítulo de la guerra mundial que enfrentara a las fuerzas del nazismo con las de los soviéticos. Los nazis -responsables del Holocausto- hicieron además morir de hambre a unos tres millones de prisioneros de guerra rusos y a más de un millón de personas en las ciudades sitiadas, como Leningrado. Dos utopías, alimentadas ambas por odios apasionados, generaron ese atroz baño de sangre.
Como nos recuerda Elie Wiesel, en un libro formidable escrito en 1958, (“Noche”) los nazis soñaron siempre con poder construir una sociedad en la que no hubiera lugar para los judíos. Y, cuando tuvieron conciencia de que su fracaso era inevitable, su conducta inhumana apuntó a dejar un mundo en ruinas, en el que los judíos parecieran no haber existido jamás. Por esto el exterminio que pusieron en marcha no sólo se dirigió contra las personas, sino también contra la cultura judía, contra sus tradiciones y hasta contra su memoria. Ocurre que su odio no tenía límites.
Pero, también por esto, no es posible olvidar jamás lo sucedido. Hasta los sesenta, nos dice Wiesel, la actitud general respecto del Holocausto tenía algún componente de indiferencia. Esto ya no es así. Y está claro que es responsabilidad de todos que lo sucedido no se olvide. Ni se minimice. Ni se banalice.
Porque olvidar no sólo es peligroso, sino también ofensivo. Respecto de las víctimas, nos dice Elie Wiesel con absoluta razón, es algo parecido a “volver a matarlas”. Por segunda vez. Así de grave.
Desde la Segunda Guerra mundial, es cierto, el mundo ha aprendido a no quedarse demasiado tiempo en silencio frente al sufrimiento humano. O a las humillaciones que tienen por destinatarios a seres humanos. Lo que es distinto a haber podido poner coto a esas situaciones, como soñaron los que suscribieron en su momento la Carta de las Naciones Unidas.
El Holocausto nos dejó muchas lecciones de conducta. Entre ellas, aquella que puede sintetizarse en que, frente a algunos atropellos inhumanos, es necesario tomar partido. Porque la neutralidad ayuda a los opresores. Nunca a las víctimas. Y porque el silencio alimenta y empuja a los represores, no a los reprimidos.
Por esto la necesidad de hablar y de reaccionar cuando de violaciones de derechos humanos se trata. Así como frente a los abusos del poder que someten a las personas. Particularmente cuando hay vidas en peligro; cuando la dignidad humana es amenazada; cuando se violan las fronteras y cuando se pisotea al Estado de Derecho.
La sensibilidad de todos frente a este tipo de peligros enormes no debiera poder ser anestesiada. Nunca. Cuando en cualquier lugar los hombres y mujeres son perseguidos por su raza, por su religión, o por sus concepciones políticas, ese lugar -es cierto- debe transformarse en el centro de nuestra atención. Enseguida.
Por esto, la libertad de expresión e información es tan trascendente. Porque de su vigencia dependen todas las demás libertades. Las nuestras y las de los demás. Por igual.
Mientras haya un periodista o disidente preso por sus opiniones o informaciones, nuestra libertad estará en peligro.
El drama del Holocausto está indisolublemente incorporado a la Historia Universal. Es el símbolo siniestro más evidente de la inmensa capacidad del hombre de hacer el mal. De extraviar nada menos que su propia condición humana. Razón por la cual, no puede relativizarse. Y, en un mundo en el que aún existen aberrantes expresiones de negacionismo, mucho menos distorsionarse.
El recuerdo del Holocausto nos ayuda a comprender como de la siembra del odio y los resentimientos, de los prejuicios, de las divisiones, de las demonizaciones y denostaciones, así como de las difamaciones, se llega con frecuencia al terror, a la violencia, y a la muerte. Así como de las mordazas o cepos a la posibilidad de alertar y opinar, se llega al totalitarismo.
El Holocausto hoy forma parte de la religión civil de la humanidad. Pero quizás hasta trasciende esa dimensión. Es, para todos, la corporización misma del mal y el resultado de transitar las peores opciones del alma humana.
Por esto su mensaje de alerta es universal y nos concierne a todos. Frente a él, no hay espacio para el silencio.
También por esto ese mensaje debe recordarse y transmitirse de generación en generación. De lo contrario, el riesgo es que esa terrible experiencia a la que se ha calificado como “el límite de la angustia”, pueda volver a repetirse. Este es un peligro permanente. Real. Vital.
Ocurre que el mundo no ha erradicado el odio. De alguna manera, Israel es la única nación del globo cuya existencia sigue estando en peligro.
El proceso de paz en Medio Oriente está empantanado. Su región aún no parece contar ni con un clima, ni con una actitud propicios para la paz, profundamente convulsionada. Y -por ello- el eco del infame negacionismo sigue escuchándose allí. Pese a todo. Más allá de las lecciones de la historia. Como si el horror de lo sucedido no tuviera una dimensión absoluta.
En alguna menor, aunque lamentable, medida, esto también sucede entre nosotros mismos. Los prejuicios han disminuido. Pero está claro que no han desaparecido. La hostilidad de algunos, tampoco. Por esto la presión constante por tratar de deslegitimizar a Israel.
Debo decir, además, que esta oportunidad es propicia para lamentar la suscripción del Memorando de Entendimiento con Irán sobre el cobarde atentado perpetuado en esta misma casa. Allí se materializó un acuerdo que nunca, nunca, debió haberse firmado.
Mil gracias, nuevamente, por la invitación a acompañarlos con estas palabras que deben entenderse como una oración para que la paz siempre perdure; el respeto a la dignidad humana sea, en todas la circunstancias, permanente; y los odios entre los seres humanos desaparezcan.
Recordando a las víctimas del Holocausto y compartiendo el inmenso dolor de sus descendientes, emerge clara la necesidad de trabajar incansablemente para erradicar los prejuicios y las discriminaciones, tarea imprescindible para que el infierno de horror que fuera el Holocausto no ocurra nunca más.
Charla en AMIA el 5 de Mayo de 2014
Autor
Emilio Cárdenas
Fuente
AMIA