El deterioro de la imagen pública de Israel y el conflicto interno de quienes no encuentran cómo acomodar su filiación progresista con los eventos de Medio Oriente, ha hecho emerger un conjunto de voces que –a veces tímidamente y otras con todas las letras- proponen una visión reivindicadora de la milenaria experiencia diaspórica. Esta reivindicación puede tomar muchas formas distintas que, a riesgo de simplificar, podrían exponerse con algunas frases representativas que, sin ser citas literales, recogen ideas concretas de personas concretas:
“El sionismo reemplazó, en la vida judía, el culto a Dios por el culto al Estado”.
“Lo singular y más valioso del pueblo judío ha sido su capacidad para existir como colectivo sin las formas habituales de territorialidad y soberanía política”.
“La propia constitución de un Estado habilita el riesgo de fascistización; en tanto los judíos no tenían Estado estaban a resguardo de este fenómeno”.
“La creación de Israel ha sumergido a los judíos en un lodo ético, convirtiendo a la víctima en victimario”.
En 2004 se publica “Contra el Estado de Israel, Historia de la oposición judía al sionismo” (Yakov Rabkin; vn castellana: 2008, Planeta). El contenido del libro no es nuevo: recoge, básicamente, la posición tradicional ortodoxa (hay pocas referencias, por ejemplo, a la oposición al sionismo desde el bundismo u otras corrientes laicas): que el judaísmo rabínico prohíbe el intento de reconstrucción de la soberanía judía, que el sionismo pretende terminar con el judaísmo y ofrecer a los judíos que quieren desembarazarse de las mitzvot una forma de dejar de ser quienes son manteniendo el nombre, etc. Lo nuevo no son los argumentos sino el hecho de que se publiquen para un público laico, que es su principal consumidor y demandante. Vale la pena rastrear el entusiasmo con que sectores que se dicen progresistas, judíos y no judíos, encuentran -en una ortodoxia a la que por lo demás denostarían por retrógrada y medieval- el bálsamo ético para sus heridas o la certificación de que se puede ser furibundamente antiisraelí sin riesgo de caer en el –hoy por hoy- políticamente incorrecto antisemitismo.
La revalorización de la singularidad y la experiencia diaspórica no tiene por qué entrar en contradicción con Israel. Su breve historia muestra que, si en su momento existieron expectativas de que diera por terminada la condena judía a la condición de “diferente”, no ha sido éste el caso. Israel no sólo no “amenaza” la singularidad judía sino que la patentiza bajo otras formas. Por otra parte, la vida judía en la diáspora no es lo opuesto a la existencia soberana en Israel sino su complemento: cada una se nutre de la otra, no sólo materialmente sino principalmente en cuanto a la obtención de sentido. Lo significativo, entonces, no es que se demande legitimidad para una vida judía fuera de Israel o que se destaque los méritos de la “otredad”, sino que se apele a su supuesta superioridad moral y se plantee la insanable deficiencia la soberanía política.
La debilidad y la falta de oportunidades para ejercer el poder son lo que en matemática se llamaría una “solución trivial” al problema de cómo “ser bueno”. Es cierto que si no hay una estructura estatal difícilmente se pueda pecar de fascismo, y que hay menos oportunidades de convertirse en victimario si no se tiene los medios para serlo. También es cierto que son menores las probabilidades de ser un explotador si se es indigente, la de aceptar coimas si no se tiene ningún poder, la de proferir insultos si se es mudo, la de ser un violador si se ha sido castrado o la de escribir tonterías si se es analfabeto… Los muertos no pecan ¿eso convierte al suicidio en una receta para la superación ética?
Asumir responsabilidades es uno de los desafíos del adulto. Soñar con estar liberado de ellas no es nuevo: está hasta tal punto enraizado en lo humano que ha dado lugar al mito del Paraíso perdido, a la añoranza de un presunto estado de perfección anterior al drama de la vida en la Historia. La creación de Israel ha enfrentado nuevamente a los judíos como tales con la dura tarea de hacerse cargo de acciones y decisiones de los que estaban privados –y por tanto relevados- cuando eran, visto desde hoy, una víctima “querible”. Parece ser que hay algunos que creen, entonces, que estábamos mejor cuando estábamos mal. ¿Querrán renunciar a la adultez?