El 11 de septiembre de 2001 estábamos junto a Naomi Meyer, la esposa de Marshall Meyer, en el lobby de un apart hotel de la calle Esmeralda observando estupefactos las escalofriantes imágenes por televisión de lo que acontecía con las Torres Gemelas en Nueva York, ciudad en donde ella mora. Consternada y desesperada, mi querida Naomi, queriendo regresar inmediatamente a su casa, se sentó a una mesa del bar del lobby. Contigua a ésta, un hombre con barba canosa y anteojos oscuros tomando un whisky. Cuando escuchó a Naomi un tanto nerviosa, el de la otra mesa le preguntó literalmente: ¿de dónde es usted, dulce señora? Y ella le respondió: “No soy de aquí ni soy de allá”, sin tener la menor idea de que su interlocutor, con quien había establecido la fortuita conversación, no era otro que Facundo Cabral. ¿Casualidad? Vaya uno a saber. Soy rabino, no profeta.
Como convidado de piedra me metí en la plática y le expliqué quién era esa dulce señora. Con esa voz característica y esos ojos desorbitados detrás de las gafas marrones, me preguntó a qué me dedicaba, y le respondí que mi profesión es andar predicando por el mundo.
–Igual que yo. Debemos ser colegas –me dijo de un modo muy pausado y risueño. Intentamos mitigar el tiempo angustiante contando anécdotas. Contando quiere decir escuchando sin parar lo que este juglar posmoderno tenía para decir y permitiéndonos olvidar por momentos, junto a la dulce señora, la caída de las Torres.
Como estudioso del tema de la memoria soy consciente de que ésta se construye en base al último relato que se realiza. Créanme que más o menos así fue la cosa, y pretendo mantener la idea de que en ese momento el juglar se nos cruzó de manera mística en nuestro camino.
Pero, para terminar, simplemente lo último. El viernes pasado, frente a mi congregación, en mi sermón semanal en la sinagoga, nuevamente por esas cosas del misterio, con admiración crítica hice referencia a Facundo Cabral y una de sus canciones. El sábado recibí decenas de llamados de mis feligreses avisándome del asesinato. ¿Casualidad? Vaya uno a saber. Soy rabino, no profeta. Y alumno, no colega.
La tradición judía en una de sus plegarias dice: que pueda su alma mezclarse con los lazos de la vida.