Buenos Aires, 16 de marzo (Télam, por Jorge Cohen*).- ¿Que palabra resume o puede intentar resumir lo que nos sucedió el 17 de marzo de 1992? Me hago la pregunta. Tengo otras más, pero las dejaré para después.
Impunidad es la primera palabra que se me ocurre. Impunidad presente cuando se pensó el atentado, impunidad cuando se planeó, cuando se ejecutó.
El año pasado la DAIA y la Cancillería organizaron un encuentro entre sobrevivientes de cuatro atentados emblemáticos: AMIA, Embajada, Torres Gemelas y Atocha. Por primera vez. Y fue en Buenos Aires.
Juntos contando qué nos sucedió, y qué nos sucedía. Alberto Kupersmid, un querido compañero de la Embajada, dijo lo suyo frente a un auditorio repleto, silencioso.
Mónica, a mi derecha en el panel, también, con su mano apretaba fuerte mi antebrazo, como una forma de anclar sus lágrimas. Me las transfirió.
Mónica viajaba con su hijo en ese tren de cercanías, en Atocha, y los terroristas se lo arrancaron para siempre: vaya forma de demostrar sus intenciones. Ella, que iba a trabajar, y su hijo, que iba a estudiar, eran -son- los enemigos.
El dolor, la marca del dolor. Esa sensación interior, fuerte, irreemplazable.
Dije en ese encuentro que hablaba desde el recuerdo del 17 de marzo, desde el impacto de ese momento impar. Y luego, desde la razón, que fueron atentados contra el progreso y la convivencia, a favor de la regresión.
No se puede entender de otra manera la muerte del hijo de Mónica, en el tren de Atocha. Un regreso a las cavernas, pero a lo peor de las cavernas.
Me preguntan con frecuencia qué recuerdo del 17 de marzo: poco y nada.
Pude obtener algunos detalles -días más tarde- a través de algunos colegas que estaban allí.
Uno me buscaba por todos lados; otro me contó que me vio y me sacó como pudo de entre los escombros; otro más me dijo que iba en un taxi, escuchó la explosión y que cuando llegó me vio convertido en un fantasma cubierto de tierra y sangre.
Así, con esos testimonios urgentes, impensados, fui reconstruyendo ese momento.
Y ahora estoy escribiendo este texto, tratando de pensar, conviviendo con ese fantasma que fui, que soy, que seré.
Camino de la ambulancia -me contaron- alguien me puso un teléfono celular en la oreja, escuché un `hola` y de inmediato la voz de un hombre llorando.
Era la voz de un amigo y colega que lloraba como un hombre al escucharme balbucear, saber que estaba vivo. Por mucho tiempo pensé que eso no había pasado.
A lo largo de estos años, si algo recibí en aniversarios o en no aniversarios, fueron abrazos. Hay uno que quiero relatar especialmente.
Acaso después del llamado en la ambulancia, recibí un abrazo que no recuerdo pero que -al igual que el llanto- nunca olvidaré. Después vi las fotos en los diarios. El abrazo de mi viejo. Vaya uno a saber cómo hizo para llegar hasta allí venciendo todas las barreras de seguridad.
No le debe haber sido difícil porque de chico me llevaba a la tribuna de socios de La Bombonera.
Lo manché con mi sangre, "con nuestra sangre" me diría después.
Otros compañeros no salieron de los escombros. Marcela recién se ponía de novia, y me contaba tantas cosas con ese entusiasmo que tenía.
Mirta estaba contenta porque había adelgazado y su hijo dejaba la adolescencia con buenas notas.
Eliora tenía una nueva canción para nuestro coro, sus cinco hijos le dejaban tiempo, increíblemente. Con ella me crucé diez segundos antes de que voláramos por el aire.
David había llegado a la Argentina hacía poco y quería enterarse de todo.
A Beatriz y a Graciela era difícil encontrarlas de mal humor.
Eli no hablaba castellano, mezclaba las palabras y nos hacía reír a todos.
A Zehava se la veía un poco tímida, siempre atenta y de buenos modales.
Raquel se murió tras un mes de agonía en una clínica de Parque Centenario, pero uno de los pocos momentos de lucidez lo tuvo un miércoles a las siete de la tarde, justo cuando llegué a visitarla y hablé con ella.
El dolor se entremezcla con la emoción, con el recuerdo, con el homenaje...
¿Cuánto queda de ese tipo que salió de los escombros, tambaleante, sin saber lo que había sucedido?
¿Qué pasó con su dolor, con esos recuerdos que golpean, con las voces y los gestos que hoy no están?
Hoy se sabe lo que nos sucedió, pero no quiénes lo hicieron posible y cómo.
¿Fueron alienígenas? ¿Eran invisibles?
El querido y recordado Daniel Chirom cada aniversario me hacía un llamado de contención impar.
Escribió en su poema "Elías":
“Las puertas de lo invisible, son visibles”.
(*): Jorge Cohen es periodista, fue jefe de Prensa de la embajada de Israel al momento del atentado y sobreviviente del
mismo.
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