JOSÉ TRUMPELDOR (1880 – 1920)
Rebuscando en mis montañas de papeles encuentro un viejo cuaderno que empecé a escribir a los siete u ocho años: Sucesos Mundiales. Ahí anotaba brevemente lo que sucedía en el mundo en fechas relacionadas con mi familia.
Hace exactamente un siglo que vino mi padre a la Argentina desde su Ucrania natal, solo y sin documentos, corrido un poco por la pobreza y otro por la experiencia de uno de sus hermanos mayores: héroe de la guerra ruso-japonesa de 1904/05 y que después, en la del 14, cayó prisionero de los alemanes y murió en un campo de concentración.
No era fácil la vida en el Imperio Ruso, menos para un pobre, menos aún para un judío pobre y menos todavía para un soldado judío: cinco años Infantería, siete Caballería y nueve Marina. Y luego estaban los llamados “cantonistas”: veinticinco años de durísima vida militar al servicio del zar.
Había atrapadores especiales para raptar niños desde los ocho años que eran confinados en institutos especiales donde, en un régimen de terror, eran obligados a olvidar su religión, su origen, su familia: uno de los períodos más horrorosos del régimen zarista.
Y aquí viene el recuerdo para José Trumpeldor.
Su padre fue “cantonista” pero, pese al trato inhumano de décadas, no olvidó nada. Fiel a su religión, transmitió a José –nacido en 1880—su acendrado judaísmo.
Incorporado al ejército, al principio de la guerra ruso-japonesa, José fue enviado en 1904 a Siberia Oriental, donde se distinguió en tal forma frente a los japoneses, que fue promovido a oficial, siendo el primer judío ascendido a oficial en el ejército zarista.
Fue herido en Port Arthur y cayó prisionero, perdiendo un brazo.
En cautiverio organizó a sus compañeros judíos, con los que formó un núcleo colonizador para Israel adonde llegaron en 1911.
En 1915 se trasladó a Alejandría y organizó una unidad militar con judíos rusos. Al disolverse este grupo trató de crear otro en Londres, pero el gobierno británico no se lo permitió por ser extranjero y, además, inválido.
En 1917 trató de formar un ejército de cien mil hombres para invadir Palestina por tierra y, finalmente, volvió a Tierra Santa con un grupo al que instruyó en el arte militar para rechazar los ataques a las nacientes colonias.
Cayó víctima de una emboscada en 1920 y sus últimas palabras fueron: “¡Qué bueno es morir por la patria!”
A noventa años de su muerte vaya este modesto homenaje al manco militar a quien el bravo coronel inglés John Henry Patterson, que fue su jefe en Gallípoli, calificó de “El hombre más valiente que jamás he visto en mi vida”.
Pablo Schvartzman
Concepción del Uruguay, 15 de enero de 2010.
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