Compartimos este artículo con el que no acordamos en ninguno de sus términos, pero creemos importante darlo a conocer.
El acto que se desarrolló el miércoles 21 de enero escenificó un posicionamiento que ya es un secreto a voces. La presencia en el acto de la calle Pasteur del variopinto arco opositor puso en evidencia la partidización de las instituciones comunitarias. Tanto la AMIA como la DAIA son organismos no gubernamentales dedicados –según sus estatutos– a las actividades mutuales solidarias, la primera, y a la lucha contra toda forma de discriminación, la segunda. Sin embargo, el ansia de protagonismo, los efectos mediáticos del atentado del año 1994, las características ideológicas de sus dirigentes y la ausencia de los judíos progresistas dispuestos a dar la pelea por sellos a los que consideran no representativos, han permitido la cooptación por parte de la oposición vernácula. Instituciones que tenían misiones relacionadas con la ayuda social o con el combate a la judeofobia terminaron siendo parte del ajedrez político, agrupando a un porcentaje inmensamente minoritario de los argentinos de origen judío residentes en nuestro país.
Sólo el veinte por ciento de los argentinos de origen judío son parte del entramado institucional comunitario. La inmensa mayoría de los judíos desconoce o es indiferente a la pretensión hegemónica que hacen la AMIA o la DAIA de su institucionalidad. Estudiantes, académicos, activistas sociales, profesionales, científicos, cooperativistas, industriales, cineastas, escritores, músicos, militantes políticos, funcionarios y artistas desconocen absolutamente aquello que los dirigentes comunitarios pretenden enunciar en su nombre. Sólo 150 “votantes” –en el caso de la DAIA– eligen a quienes se instituyen en la voz “política” de los judíos argentinos. Y entre esas 150 personas no figura un solo nombre relevante en cuanto a su reconocimiento por parte de la sociedad argentina. Sin embargo, esos 150 “enviados de las instituciones” eligen a 20 personas que interactúan con ministras/os y/o presidentas/es investidos por la representación de 300 mil argentinos de origen judío.
La politización de ambas instituciones fue paralela al abandono de las misiones institucionales presentes en sus estatutos: la AMIA, por ejemplo, sólo permite asociados judíos en clara transgresión a la ley, que impide la discriminación por género, religión o cultura, mientras que la DAIA olvidó dedicarse a la lucha contra toda forma de discriminación, tal como figura en sus postulados. El “olvido” de sus objetivos fundacionales fue coherente con la mutación de las instituciones de base y del perfil de la población judía: durante gran parte del siglo XX ambos organismos fueron liderados por tradiciones laboristas y socialistas. Hubo un tiempo en que “lo comunitario” suponía una estrategia defensiva común contra las persecuciones de La Liga Patriótica –financiada por la Sociedad Rural–, la Alianza Libertadora Nacionalista y Tacuara, entre otros grupos filonazis. Los dirigentes comunitarios arriesgaban sus vidas al pedir explicaciones en comisarías o en instituciones educativas donde sus hijos muchas veces eran acosados con insultos antisemitas.
Las mutaciones de “lo judío” se iniciaron en los años ’60 y ’70, cuando lo hebreo dejó de ubicarse en los márgenes de la humanidad para iniciar su camino hacia los centros de poder internacional. Lo “judío” empezó a alejarse de lo discriminado y los judíos dejaron de ser la imagen del intelectual, el artista, el filósofo, el pensador, el errante y/o el revolucionario para convertirse en una figura más aceptada (a veces “pintoresca”) en los círculos de poder. En nuestro país –por ejemplo– en la década del ‘90 se iniciaron los festejos por la posibilidad que les daban a algunos integrantes de la colectividad de ser parte del Jockey Club, la misma casa que los excluyó y los humilló décadas antes. Lo llamativo del viraje fue (y sigue siendo) la parsimonia amnésica con la que el judío “hegemónico” se adentra en los pasillos luminosos y espejados de los sillones bienpensantes: nunca se le pidió autocrítica ni se le exigió una reparación a las castas oligárquicas que siguen pronunciando tras bambalinas el ritual del judío deicida. Tampoco se les pidió corrección política a la hora de cuestionar el racismo que siguen postulando hacia todo lo que huela a sectores populares.
En un reciente trabajo historiográfico, Enzo Traverso nombró esta deriva como “El fin de la modernidad judía. Historia de un giro conservador”[1]. Este final de ciclo consiste, según el historiador italiano, en dos movimientos paralelos: por un lado la renuncia a ser parte de quienes intentan subvertir las estructuras discriminatorias que generaron desigualdad, racismo y judeofobia y, por el otro, la participación dentro del escenario del poder hegemónico. Lejos de esa lectura “histórica”, los dirigentes locales comenzaron a caminar los pasillos del poder real y empezaron eufóricos a codearse con los exitosos empresarios gentiles. En ese tránsito, se ubicaron a miles de kilómetros de los perfiles difundidos por Simón Radowitzky, Marcos Osatinsky, Juan Gelman, Bernardo Verbitsky, Raúl Kossoy, Moisés Lebensohn, Elías Seman y tantos otros ligados a las luchas solidarias y justicieras del pueblo argentino. Más aún: esos nombres de judíos subversivos fueron sistemáticamente borrados de los anaqueles y de la memoria o el conocimiento dirigencial. El solo hecho de difundir sus biografías empezó a ser vivido con escozor y vergüenza. No se habla de ellos porque no responden al physique du rôl identitario hegemónico actual. En síntesis: en el medio de un gran atolladero de la significación, sólo aparecen como “judíos”, en la actualidad (en la versión de las autodenominadas instituciones centrales) quienes permanecen ajenos a las luchas sociales de nuestro país o quienes coquetean con los actores deshilachados de la oposición.
La expresión más acabada de este giro derechizador se evidenció en los años ’90, al igual que en gran parte de la sociedad argentina. El neoliberalismo cambió la agenda de ambas entidades y el componente empresarial desplazó a los “activistas sociales” característicos de las décadas anteriores. El nuevo rol asumido implicó una avanzada desde donde articularse con el establishment del sistema político local y con las corporaciones empresariales y políticas. Las componendas entre José Beraja, el menemismo, la SIDE de entonces, Alfredo Neuberger y sus penalistas amigos, quedaron expuestas en la complicidad espuria orientada a ocultar o plantar pistas falsas en relación con el atentado. El resultado fue la separación del juez Galeano y los procesamientos del ex presidente de la DAIA, del titular de la SIDE menemista, Anzorreguy, y del Fino Palacios, comisario de la Federal, entre otros. Este último irrumpió años más tarde como titular de la policía metropolitana de Macri y con las escuchas telefónicas ilegales, entre otros, a un familiar de los muertos en la AMIA, Sergio Burstein.
La foto divulgada en el día de ayer por la AMIA y la DAIA, referida al acto en la calle Pasteur, en la que posan Ernesto Sanz, Julio Cobos, Francisco de Narváez y Patricia Bullrich, atestigua que el giro conservador fue “eficiente”: ya pueden borrarse de todas las fotos las figuras de esos inmigrantes y sus hijos que colaboraron en la construcción de un país en donde la solidaridad, la justicia social y la sensibilidad hacia los marginados eran postulados como el principio fundador de ambas instituciones. Ahora sí, sus dirigentes podrán ser invitados a los fastos del Jockey Club, disimulando (o negando) que tienen el mismo origen que quienes contribuyeron (incluso entregando su vida) a un país inclusivo y libre de discriminación.
[1] Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2014.
* Sociólogo. Ex director ejecutivo de la DAIA.