Entre muchos modos posibles de entender el judaísmo, el sionismo propuso una visión nacional y concretó una plataforma territorial para la expresión de la misma.
En pocas décadas esta visión se transformó en el común denominador mayoritario de la identidad judía, y la gesta de la reconstrucción del hogar nacional, el renacimiento del idioma, la creación de nuevos modelos sociales y económicos, y sus expresiones artísticas fueron el nuevo lenguaje de identificación de la mayoría del judaísmo, en Eretz Israel y en la diáspora.
La creación del Estado, y sus logros fenomenales en la autodefensa y la construcción, todo ello visto como un milagro histórico tan cerca del holocausto, terminaron por disipar las dudas y fijar la identidad judía diaspórica en la dimensión israelí o pro-israelí. ¿Qué más podía esperarse de tiempos considerados mesiánicos? De la casi aniquilación al comienzo de la redención, de la terrible debilidad al tomar el destino nuevamente en las propias manos. De perseguidos y apátridas, a parte de la familia de los pueblos, no sólo legítima sino incluso fuente de inspiración y admiración. De añorar y rememorar a escribir nuevas páginas en la milenaria historia del pueblo
No podía sorprender en estas circunstancias que la leyenda fuera más allá de la realidad, y que algunos defectos iniciales fueran piadosamente ignorados en la conformación de esta nueva identidad. No sólo el éxtasis histórico llevó a ello, sino también una política firmemente impulsada por la dirección del movimiento sionista en Israel, destinada a cimentar su supremacía política dentro del contexto del tumultuoso devenir de la nación: los judíos fuera de Israel son los herederos de todo lo débil y enfermo del estereotipo diaspórico, mientras los “nuevos judíos” en Israel, bronceados, musculosos, hebreo-parlantes, son el arquetipo del futuro. Como tales, todo lo que hacen es parte de la creación de la nueva identidad colectiva, mientras que los que permanecen en la diáspora no sólo sufren las enfermedades históricas sino que pecan gravemente al preferir su comodidad y bienestar personal a la participación de la vida de sacrificios y peligros en Eretz. De aquí que sean invalidados para emitir opiniones y su rol se limite a aplaudir y apoyar incondicionalmente (y materialmente, como cierta expiación del diasporicismo) a Israel y lo israelí.
Esta visión comenzó a resquebrajarse con el transcurrir de los años, primero bajo el influjo de la concepción originada en la judería norteamericana de la necesidad de una identidad positiva que representara su vida en comunidad dentro de un país donde la gente se define mayoritariamente por pertenencia a comunidades étnicas y/o religiosas, y la brecha se fue ampliando especialmente después de la Guerra de los Seis Días y el fortalecimiento del mesianismo nacional-religioso en Israel. La colonización de los territorios ocupados (“liberados”) y la centralización del conflicto en lo palestino llevaron los coletazos de la violencia a todas las comunidades judías del mundo, ya sea en lo político o en la amenaza terrorista propiamente dicha. El verse directamente afectados por políticas supuestamente del conjunto de la nación judía, las cuales no podían sino apoyar, aumentó las dudas acerca de la unicidad de la identidad judeo-israelí, mientras Israel se revelaba, cada vez más, como un país distante del supuesto “crisol de las diásporas” y las formas de identidad exportadas a las juderías del mundo, cada vez menos relevantes en la vida cotidiana del país.
El cisma se ahonda al desatarse en toda su profundidad la pugna por la imposición de una visión particular de la identidad judía en Israel. Podría hablarse de un enfrentamiento abierto, si hubiera dos o más bandos, pero en la práctica sólo hay uno: las alternativas laicas y liberales han desaparecido hace tiempo de la escena, o se han resignado a un rol anecdótico con nula influencia en esta lucha. Hay una corriente principal que intenta promover una monopolización de la identidad judía en Israel, y hay quienes se le oponen, pero sin ser capaces de ofrecer otra alternativa que la “normalidad nacional”, un país como demasiados otros, con la salvedad del común denominador del habla hebrea y la amenaza externa.
Esta corriente principal es la ortodoxia religiosa nacionalista que plantea el monopolio de la identidad judía en Israel con lo “judío” visto sólo como el cumplimiento de los preceptos religiosos, y la autoridad religiosa como la superior. Las leyes “laicas” son válidas solamente en la medida en que no se oponen a su particular interpretación bíblica, unidimensional en el dominio de la tierra y en la negación de los derechos de los otros, cualesquiera sean éstos.
¿Qué identificación puede generar esta extrapolación de “pueblo elegido”, a altivo y conquistador, en quienes no son parte de la autoproclamada elite? Ya en la movilización contra la evacuación de los asentamientos en Gaza, quedó este campo completamente aislado del resto de la sociedad. Muchos ríos de tinta y saliva corrieron con los discursos y artículos de autocrítica al respecto, pero nada cambió en sus núcleos duros fuera del convencimiento de luchar más fuerte, aún si eso implica rechazar la legitimidad del poder democráticamente electo por la mayoría, y rechazar la propia legitimidad de dicha mayoría: restar primero los árabes, luego los “falsos judíos” llegados con la inmigración rusa o convertidos por otras corrientes, luego los homosexuales, los ateos, más tarde los liberales, los religiosos moderados, y así hasta quedar sólo ellos y sus aliados acérrimos.
¿Qué identidad puede ofrecer esta visión de Israel a las comunidades de la diáspora, que comprendieron que solamente en una sociedad pluralista y tolerante pueden manifestar su judeidad sin peligro? ¿Dónde ha quedado el “no hagas a los demás lo que te es odioso a ti mismo”?
La idea central de que los judíos pasaran de rememorar historia a hacerla no puede ser el foco de la identidad si lo hecho se ocupa de dominación y desprecio al distinto, ni para el caso, si persigue un cosmopolitismo materialista.
La población de Israel tiene derecho a renunciar a la pretensión de ser una sociedad ejemplar. Tiene derecho incluso a renunciar a regirse por principios éticos y a abandonar el concepto central del judaísmo como compasión. En definitiva, quienes viven en el país son los que eligen, y quienes pagan sus errores si eligen equivocadamente... La autoridad para elegir viene acompañada siempre por la responsabilidad sobre los resultados.
Pero entonces, ¿si los judíos de fuera de Israel deben cargar con los resultados, se puede pretender que renuncien a la autoridad de elegir, incluyendo la elección de una identidad distinta, adecuada a sus valores y necesidades?
El Israel real está demasiado ocupado con sus problemas cotidianos y demasiado tribalizado como para buscar una identidad consensuada y basada en principios éticos.
Quizás los judíos de la diáspora deben ahondar el debate sobre su identidad mucho más allá de las relaciones con Israel o de la brecha entre el Israel soñado y el Israel real. Quizás es posible, también en las diversas comunidades, escribir nuevas páginas en la historia del pueblo e intentar cristalizar una identidad judía que recoja nuestros valores éticos centrales y los plasme en formas adecuadas a la realidad del mundo actual, globalizado y pluralista.
Creo firmemente que esta acción, aún hecha independientemente, no sólo no debilitará a Israel, sino que le permitirá encontrar una nueva inspiración y una visión tras la cual unirse.