Tal como se expresa tanto en su documento fundacional, la Declaración de Independencia, y a través de la voluntad de la mayoría de sus habitantes, es un hecho que Israel debe ser un estado judío. Por judío quedan implícitos dos elementos centrales: el primero, de naturaleza práctica, que la mayoría de sus ciudadanos son miembros del pueblo judío; el segundo elemento es la legitimidad de integrar las tradiciones, cultura, valores, y hasta en algunos casos, legislación judía, en las estructuras públicas, políticas, y legales de la sociedad.
En tanto los derechos de las minorías no judías de Israel estén protegidos y el inalienable derecho de los individuos a la libertad religiosa esté preservado, estos principios de un estado judío pueden coincidir con otra aspiración constitutiva: ser un estado democrático.
Los actos, políticas y aspiraciones que están siendo expresados y promulgados en sectores de la comunidad “jaredí” (ultra ortodoxa), junto con predicciones apocalípticas sobre su rápido crecimiento demográfico, han hecho que muchos se pregunten si la síntesis entre lo judío y lo democrático está siendo amenazada.
¿Cómo ha sucedido que un segmento menor de la sociedad israelí pueda amenazar y minar la identidad de un país en contra del deseo de las mayorías? ¿Cómo es que se ha creado una realidad en que muchos israelíes y judíos alrededor del mundo creen que su país les está siendo robado? Está claro que la democracia en Israel no es una prioridad para la comunidad ultra ortodoxa, a menos que sirva para sus intereses y necesidades en este momento. Sin embargo, su relativamente insignificante tamaño como comunidad en el presente debiera hacer de ellos un fenómeno mucho más manejable y benigno, por lo menos hasta que, y si, la demografía cambie radicalmente.
Para entender el actual aprieto israelí se requiere reconocer que el lugar y el rol que ocupan y juegan los “jaredim” en la sociedad israelí ha sido determinado por un complejo abanico de decisiones y políticas que deben entenderse si queremos tanto comprender la realidad actual como diseñar el futuro. Cometemos, creo, un error fundamental cuando culpamos a los “jaredim” y los presentamos solamente como un grupo que manipula un sistema político deteriorado de modo de poner a Israel de rodillas y sucumbir a sus deseos.
Como una minoría, el secreto de su éxito y poder yace en la manera en que es percibida y de hecho tolerada por la mayoría. Argumentaría que el origen del desafío impuesto por los “jaredim” a Israel como un estado judío y democrático está en primer lugar en el fracaso de la gran sociedad israelí en definir para sí misma el significado y los límites de lo judío en el estado judío. En lo que hace a ciudadanía judía, el Estado de Israel adoptó la definición más pluralista y tolerante en la historia judía. Siguiendo a las Leyes de Nuremberg, la ley israelí determina que cualquiera que fuera perseguido por su judaísmo tiene derecho a ser ciudadano en la patria del pueblo judío. Como resultado de esta definición, descendencia matrilineal o patrilineal, conversión al judaísmo a través de cualquiera de las corrientes reconocidas, estar casado con un judío, o tener un abuelo judío, son todos requisitos suficientes para otorgar la ciudadanía israelí. El problema, y de hecho el fracaso, del Israel moderno es que este estándar de pluralismo y tolerancia no fue aplicado a la otra parte del judaísmo de Israel, o sea, un lugar donde las tradiciones, los valores y las leyes puedan ser integradas a la esfera pública.
En lugar de limitar estas expresiones a zonas del judaísmo donde existe unanimidad de opinión o por lo menos un amplio consenso, los israelíes les dieron la autoridad de determinar estas cuestiones a los ortodoxos. Como una expresión de la ambivalencia sionista hacia el judaísmo tradicional, especialmente en sus formas “religiosas”, los israelíes no ortodoxos cedieron su voz y su lugar en la mesa, permitiendo a otros determinar políticas en asuntos en que muchos israelíes se sienten ajenos. Mientras el precio no fuera muy alto los israelíes estuvieron dispuestos a vender su derecho por nacimiento en lo que hace al judaísmo en el ámbito público. Al hacer esto, no sólo se alienaron ellos mismos sino que se mostraron dispuestos a violar principios fundamentales de una democracia liberal, que garantiza los derechos y libertades inalienables de los individuos.
Hasta el día de hoy la Suprema Corte de Israel utiliza la Ley Fundamental de Derechos Humanos y Dignidad, una especie de constitución israelí, para proteger los derechos de las minorías y la libertad política, pero nunca lo ha utilizado para minar el singular poder y la dictadura del Rabinato israelí en asuntos de matrimonio, divorcio y conversiones. La “invasión” ultra ortodoxa en la cosa pública no es el resultado de su creciente poder sino de la perpetuación de una pasividad por parte de la sociedad israelí en lo que tiene que ver con lo judío en la vida pública en Israel. La gente puede quejarse, pero eso sólo conduce a culpar a un tercero, y nunca señala la falla fundamental que se ha consolidado en la expresión de lo judío en Israel. Si hay un deseo, alcanza con una elección para revertir la realidad y el statu-quo actual.
La segunda característica definitoria del lugar de los “jaredim” en la sociedad israelí es como una minoría, casi como una minoría étnica separada de la más amplia sociedad israelí. El Sionismo quiso crear un “nuevo judío” y un nuevo judaísmo y los “jaredim” no tenían parte en ese futuro. Así como los “jaredim” tenían miedo de asimilarse, los israelíes temían que su ideología influyera la naturaleza del nuevo y moderno Estado. A los “jaredim” se les permitió e incluso alentó a formar sus propios guettos con la esperanza de que un día simplemente desaparecerían.
Para preservar su identidad fue creado un sistema de prestaciones, en tanto “ellos” nos “dejaran vivir”. Mucho se ha hablado abogando por un servicio militar completo y la integración en el mercado laboral por parte de la comunidad ultra ortodoxa. Pero la verdad es que la mayoría de los israelíes no ortodoxos no quieren “jaredim” en su lugar de trabajo ni vivir con las consecuencias de su integración en unidades militares.
La “falta” de los “jaredim” en el contexto de este plan fue que no desaparecieron, y en su lugar, crecieron. Lo cual se ha convertido en una suerte de trampa sin salida: no los queremos en nuestra fuerza laboral, pero ya no podemos sostener su desempleo. Su tamaño como grupo determina que deban integrarse como miembros contributivos de la sociedad israelí, pero la verdad es que la mayoría de los israelíes quieren que cambien ya sea antes de integrarse o como resultado de la integración.
La sociedad israelí debe comenzar una nueva conversación, pero no solamente con los “jaredim”, sino que primero y sobretodo consigo misma. Esa conversación supone confrontar la realidad de Israel como una sociedad judía multicultural, y por supuesto Israel como una sociedad multinacional. Debemos aprender a pensar y hablar sobre los derechos de las minorías y los espacios que deben tener para cultivar sus distintivas identidades religiosas, culturales y nacionales.
Simultáneamente, sin embargo, debemos comenzar a pensar sobre los límites del multiculturalismo y multinacionalismo en Israel. Debemos pensar no sólo en los derechos de la minorías sino también en los de las mayorías. Los derechos fundamentales de las mujeres, las minorías y los judíos no ortodoxos, así como el compromiso con la democracia e Israel como el hogar nacional del pueblo judío deben convertirse en valores constitucionales que ningún grupo o ideología pueda ignorar o pisotear. Ser parte del Israel moderno significa no sólo aceptar los beneficios de sus recursos económicos y militares sino aceptar sus principios centrales.
En suma, debemos reconocer que ser un Estado Judío y democrático no será sólo el resultado de una declaración sino la consecuencia de una política y un discurso bien pensados. Ser un pueblo soberano implica que, en lugar de culpar a terceros, uno asume sus responsabilidades.
Traducción: Ianai Silberstein