Desde mediados de 1941 hasta principios de 1946 y debido a una de las recurrentes crisis económicas que solía tener mi padre en esas épocas, vivimos en casa de mis abuelos Aarón León y Esther Schussheim, en el primer piso del ya demolido edificio de Corrientes 2791, esquina Pueyrredon.
Además de mis abuelos, de mi papá, de mi mamá y de migomismo, en la casa vivían mi tío David (papá de Renata), mi tía Lushka (a la que yo la llamaba sin parar 'tiatiatiatiatiatiatiatiatiatiati', y le quedó Iati, nomás), el Señor Levin, tipo alto, de lentes gruesos, que tenía el cuarto del fondo y a quién yo suponía goi, porque durante un tiempo creí que se llamaba 'elinquilino'; y finalmente, Marika, la shikse, una tucumana ya mayor, mandona y entrañable.
En esa casa, las cosas no eran como hoy en día, en que todo es una confusión. Allí todo era muy claro: mi abuelo volvía del diario, almorzaba, dormía la siesta, escribía dos horas exactas encerrado en su cuarto y después se iba al lado, a su mesa vitalicia del Bar León, a practicar su deporte favorito, esto es, a desmenuzar a sus enemigos políticos y a pelearse con sus amigos políticos.
Mi papá volvía de trabajar, saludaba y después se iba enfrente, a su mesa vitalicia del Paulista, a encontrarse con "los muchachos" (nunca entendí bien porqué a esos ancianos de treintaypico años los llamaba 'los muchachos').
Mi abuela terminaba de dirigir las tareas de la casa y se iba a la otra esquina de enfrente, al Café-Té-Bar-Billares-Damas La Moneda, a tomarse un Indian Tonic con limón.
El Sr. Levin volvía de trabajar, saludaba y se encerraba en su habitación hasta el día siguiente.
Marika terminaba de trabajar y se iba a dormir.
Mi tía Iati volvía de trabajar y se dedicaba inmediatamente a su ocupación principal: contarme cuentos.
Mi tío David volvía de trabajar y salía rajando a encontrarse con sus novias.
Yo terminaba de escuchar el cuento, me tomaba la última mamadera de la jornada y me iba a dormir.
Mi mamá terminaba de hacer sus cosas, se iba a la cocina y empezaba a volverse loca.
"¿Porqué ella le pone azúcar?
Ella era mi abuela Esther, la genial contadora de cuentos, el centro de las grandes reuniones sociales para setenta u ochenta invitados especialísimos que se llevaban a cabo durante el primer séder de Pésaj, la mundana, la gran dama; pero para mi mamá ella era la galitziana. Sepan que mi mamá era rusa, y para una rusa (al igual que para una lituana, para una alemana, para una checa, para una rumana, para una guatemalteca, para una birmana, etc., etc.), galitziana era como prostituta, pero peor.
"¿A todo le tiene que poner azúcar?
A los polacos les gusta ponerle un poquitito de azúcar a la comida. Ustedes dirán: "¿y a quién no le gusta un postrecito?". Lo que pasa es que los polacos no le ponen azúcar solamente a los postres; tambien se la ponen a los fideos, a los arenques, al pan, a la carne, a las verduras, a los lácteos, a los huevos y, en general, a todo lo que se come. Y mi vieja, que nunca se caracterizó por ponerle dulce a nada, empezando por su propio carácter, probaba la comida de mi abuela y se volvía loca.
Aquí, una anécdota real y aclaratoria.
En 1922, terminada ya la guerra civil rusa, quedaron unas decenas de kilómetros de la frontera ruso-polaca sin demarcar. El problema parecía imposible de resolver con los métodos diplomáticos ortodoxos, hasya que a Mijail Litvinov, canciller por ese entonces de la URSS se le ocurrió aplicar la solución idishe. Concovó a su par polaco, también judío, y juntos se fueron en tren a la zona de conflicto. Allá, y en cada shtetl, le preguntaban cómo comían el gefilte fish: si respondían que salado, entonces el pueblo pertenecía a Rusia; si dulce, era inequívocamente polaco. Suena increíble pero es rigurodamente cierto.
Ahora vuelvo a mi familia.
En realidad, mi mamá todos los días se volvía normalmente loca. pero cuando había que preparar el gefilte fish para el famosísimo primer séder de Pésaj, se volvía especialmente loca. Entre la tres (contando a mi tía Iati), preparaban el pescado relleno en varias cacerolas inmensas. En cuanto mi mamá salía de la cocina por cualquier motivo, mi abuela le ponía azúcar, bastante azúcar. Para decir la verdad, mucha azúcar. Al rato era mi abuela la que salía. Mi vieja probaba, ponía su famosa cara de asco y rectificaba con sal, bastante sal. Mucha sal.
Ese sabotaje recíproco seguía durante horas y horas, hasta que al fish se le formaba una capa de caramelo de como dos dedos de alto.
Nunca supe si gustaba o no el famoso pescado. Lo que sí recuerdo con claridad es los invitados se pegaban muchos más codazos durante el gefilte fish, que durante el caldo o el pollo. Y que el resto del año todos los sectores de la comunidad tenían tema de conversación para tirar al techo.