Se nos ha ido un poeta singular. Querido con fuerza por los millares que lo han conocido, leído y escuchado. Fue un hombre múltiple, que irradiaba oleadas de afecto personal y literario. Su ausencia deja un hueco que ya nadie podrá llenar. Fue un creador inspirado, que navegó con solvencia por los ríos de dos lenguas: castellano e idish. Su legado conforma un tesoro que suscita respeto y admiración.
Elihau Toker nació y habitó gran parte de su vida en el barrio porteño de Once, al que había también pertenecido Leopoldo Marechal. Allí bebió dos culturas dominantes: la que había llegado de Europa oriental y la producida por el aire nacional arrabalero. Su lengua familiar fue el idish y su lengua callejera, el español argentinizado. El mismo reconoce que, “pese a haber nacido en Buenos Aires, el idish fue mi primera lengua familiar, la lengua materna que impregnó mis recónditas vivencias infantiles, quedando a la vez impregnado por ellas. En mi adolescencia, cuando ya estaba totalmente instalado en la lengua española, el descubrimiento de la moderna poesía idish fue uno de mis primeros lazos con la poesía, y traducirla al castellano constituyó uno de los primeros desafíos que me propuso la tarea literaria”.
Se recibió de docente hebreo en un Seminario de Maestros y de arquitecto en la Universidad de Buenos Aires. Con su habitual humor, reconocía que durante dos décadas sembró de edificios a Buenos Aires. Pero no estaba satisfecho. La vocación que ardía en su corazón era la poesía, a la que se consagró desde los años ochenta de forma exclusiva. Sus incansables itinerarios por los versos de distintas épocas y geografías determinaron que se hiciera el amigo íntimo –como él lo ha confesado– de Lorca y Neruda, de los profetas Amós e Isaías, de Whitman y Maiakovski. Todos ellos lo motivaban, pero sin quitarle la originalidad de ser un judeo-argentino del siglo XX. Esos autores eran como un fuego que calentaba su talento y le facilitaba unir palabras en magníficos poemarios. Publicó doce, muchos de los cuales merecieron las hurras de varios premios, dentro y fuera del país.
Su notable manejo de dos lenguas lo llenó de ansiedad por verter los mejores productos de una en la otra. Sintió el deber profundo de hacer conocer en castellano a gigantes de la poesía en idish como Leivik, Glatstein y Sútzkever, entre otros, mediante selecciones de sus páginas más vibrantes. Insatisfecho, se avocó a la construcción de abarcativas antologías, que fueron editadas en diferentes ciudades. Sus títulos fueron presentados y celebrados como una contribución infrecuente al abrazo fraternal de culturas. Corresponde citar su Muestra de la poseía idish del siglo XX; El resplandor de la palabra judía y Celebración de la palabra. Como si no fuera suficiente, confeccionó otras antologías con material folclórico y textos clásicos que también incluían producciones en hebreo. Es admirable su versión del Cantar de los cantares; El refranero judío y Cuentos escogidos, del titán Sholem Aleijem.
Toker tuvo la capacidad de disminuir a un mínimo los matices diferenciales de las versiones en hebreo, idish y castellano. Se sabe que una traducción, por brillante que sea, nunca equivale al texto original. Menos si los textos provienen de ámbitos distintos. Pero quienes conocen ambas lenguas siempre han coincidido en celebrar los trabajos de Elihau Toker como excepcionales. No sólo encontraba los términos adecuados, sino que su construcción y ritmo proveían hasta el aroma del original.
El idioma idish creció y se consolidó a lo largo de un milenio. Expresa con una potencia asombrosa los dolores de un pueblo perseguido y discriminado. Pero expresa –esto es lo esencial– innumerables recursos espirituales y lingüísticos para reparar los daños, los duelos, las pérdidas, las penurias y las ofensas. En particular, el idish desarrolló una vigorosa capacidad para el humor. Con ese idioma se llora y se ríe con más fuerza que en cualquier otro, según coinciden los eruditos. Por eso no podía faltar este elemento en la rica producción de Elihau Toker. En colaboración, divirtiéndose, compuso once libros de humor. Los menciono, para que sea más fácil ubicarlos: ¿Nu? Reír en el país del idish; No desearás tu mujer al prójimo; Humor sobre los Diez Mandamientos; Chistes para sobrevivir al nazismo, racismo, autoritarismo y antisemitismo. Si fuese pecado el rabino no lo haría; Humor erótico, judío y del otro también; Gagl Mogl; El gran libro del humor judío. Con Manuela Fingueret elaboró Las picardías de Hérshele.
A Toker se deben antologías sobre tres grandes escritores argentinos: Alberto Gerchunoff, César Tiempo y Carlos Grünberg: Gerchunoff, entre gauchos y judíos; Buenos Aires esquina sábado, y Un diferente y su diferencia. Esta última, dedicada a Grünberg, fue editada en Madrid.
Este poeta singular ha confesado que “más allá de lo que testimonie mi poesía, tengo un compromiso y una militancia que comencé a ejercer bastante antes de darme cuenta de que estaba haciéndolo… Ser un escritor judeoargentino implica, para mí, el desafío de descubrir y expresar lo judío de la condición argentina y lo argentino de la condición judía, todo a través de una lente poética”.
Con Ana Weinstein realizó una serie de trabajos sentidos y trascendentales sobre el devenir de la comunidad judía argentina, con sus alegrías y tragedias. Constituyen hitos que mantienen viva la memoria y estimulan la investigación.
En las honestas confesiones de Elihau Toker son frecuentes sus descripciones de la inquietud y el forcejeo productivo que brota de los contrastes entre lenguas y culturas. Pocos han conseguido, como él, navegarlas de un modo tan apasionado. Sus conocimientos y su bondad, su inteligencia y su sensibilidad facilitaron que llegase a recorrerlas con infrecuente acierto. Desde este sitio, le rindo a este poeta singular mi admirado y entusiasta homenaje.
*Escritor.