"Yo no puedo estar sin hablar, lo confieso – me dijo -. ¿Es usted alemán?... ¡español! … Yo he leído a López de Vega, yo soy israelita y tengo en Berlín una pequeña tienda de relojes…" El vagón se había llenado de hombres alemanes (…); apenas oyeron la palabra israelita, comenzaron a caer chanzas y groserías sobre el menudo viajero. Y yo me avergoncé, lo declaro: temí que aquellas gentes estólidas descubrieran en mi palidez española y en mis barbas negras una filiación hebrea. Me avergoncé y no tomé su defensa, y la otra noche, viendo El mercader, se puso de pie en mi memoria el pequeño relojero judío y me clavó sus ojuelos de avecilla maligna y sentí un pinchazo en el corazón.
Ortega y Gasset
Se cumplen 61 años de la creación del Estado de Israel. Han dejado de celebrarse. A cambio se viene requiriendo a Israel un grado de perfección no pedido a ningún otro país de la tierra. Para tolerar su existencia se ha exigido a Israel en su última guerra con Hamas que actuara como si el contendiente no fuera un grupo terrorista sino un ejército modélico. Se ha pedido sin rubor a Israel que hiciera como si no existiera una estrategia deliberada por parte de una organización terrorista de esconderse detrás de civiles. Como si esa banda terrorista no hubiera secuestrado y matado inocentes en el pasado, y obtenido un progreso político con ello. Se ha exigido a Israel que respetara escrupulosamente las normas internacionales, pero desatendiera las que ampararan sus intereses: “la presencia de una persona protegida no puede ser utilizada para convertir ciertos puntos o áreas en inmunes a las operaciones militares”, artículo 28 de la Convención de Ginebra. En definitiva, se ha hecho recaer la responsabilidad de todos los males de Oriente Próximo, y hasta de mucho más allá, en los hombros de Israel, porque a Israel se le exige renunciar, desde fuera, a lo que se permite a quienes quieren aniquilarlo. He aquí 61 años de exigencia y de renuncias, desde dentro.
La Declaración Balfour de 1917, el resultado del Holocausto o la Shoah, y una votación favorable en las Naciones Unidas, hicieron que el 14 de mayo de 1948 Israel pudiera declarar su constitución como Estado.
Fue en 1947 cuando la Asamblea general de la ONU votó el plan de partición del protectorado británico en Palestina. Los judíos lo aceptaron, los árabes lo rechazaron. Los cinco vecinos de Israel dieron la forma de guerra a ese rechazo, y fueron apoyados por la totalidad del mundo árabe. Israel logró con éxito superar este ataque, mientras pedía la paz a los colindantes y que aceptaran la nueva situación. Ninguno quiso. Preferían la desaparición del estado judío.
Ante diecinueve naciones convencidas de la necesidad de su destrucción, Israel participó en 1956, junto con Francia e Inglaterra en un ataque contra Egipto, que le colocaría en control de una franja del desierto del Sinaí. La consiguiente presión americana implicó la retirada de las tres partes, con la devolución del terreno a Egipto.
En 1967, en la guerra de los seis días, Egipto cerró el estrecho de Tirán, entre el Sinaí y Arabia Saudí, y con él, la salida de Israel al Mar Rojo. Nasser, entonces al mando, había manifestado su intención de destruir Israel. Después de dos semanas de negociaciones con la destacada participación de los Estados Unidos, que tuvieron como objetivo principal evitar que se borrara a Israel del mapa - el lenguaje de Ahmadinejad ya lo anticipó Nasser -, los israelíes lanzaron un ataque contra él. A la vista del equilibrio de poder militar entre uno y otro país, un ataque inicial de Egipto hubiera dejado a Israel sin capacidad de respuesta. Tras seis días de brillante campaña, el país judío se encontró en posesión de diversos territorios que habían pertenecido a Egipto (el Sinaí), Siria (los Altos del Golán) y Jordania (Cisjordania).
Nadie puso en cuestión que la intención de Nasser era clara y que el cierre efectivo del Estrecho de Tirán era el paso previo a una guerra de aniquilación. Israel pidió al rey Hussein de Jordania que no interviniera, pero insistió y respondieron, quedándose luego con el territorio conquistado.
Israel volvió a pedir a sus inquietos prójimos el reconocimiento de su soberanía y de su derecho a existir. La admisión de negociaciones hubiera debido permitir la devolución de los territorios ocupados, junto con el mantenimiento de unas fronteras que garantizaran a Israel su seguridad. Pero en Jartum, Sudán, los árabes se negaron por triplicado: no al reconocimiento, no a la negociación, no a la paz.
En 1973, Egipto, bajo Anuar Sadat, volvió a la guerra. Tras un ataque sorpresa aprovechando el Yom Kippur, Israel logró de nuevo la victoria. Sadat decidió acceder entonces a la oferta israelí. Reconoció su estado e inició negociaciones. Israel aceptó, mientras devolvía el territorio conquistado a Egipto.
Cansados de tanta derrota, los estados árabes de la zona parecieron resignarse. Lo cierto es que habían cambiado de táctica. Comenzaba la era del terrorismo.
Los palestinos sustituyeron, como término, a los árabes. Los refugiados, que inevitablemente habían surgido de todos los conflictos acaecidos, fueron usados como estrategia y peón con el que jugar. En su presunta defensa se erigía la Organización para la Liberación de Palestina. En 1974, los Estados Unidos, bajo Nixon y Kissinger, se negaron a reconocerla como parte en cualquier negociación.
En 1982, al descubrir Israel que la OLP escondía armas en Líbano, declara la guerra tanto a los elementos de la organización terrorista que habían estado preparando alguna acción contra Israel, como a los ejércitos sirios que ocupaban territorio libanés con las mismas oscuras intenciones. Una vez más, Israel vence militarmente.
El líder de la OLP, Yasser Arafat idea otra medida contra el estado judío. El terrorismo callejero, implicando, más aún que durante la guerra del Líbano, a la población civil, será el protagonista de las dos intifadas hasta los años 90, incluso después de los acuerdos de Oslo.
Durante todo este periodo, la concepción del resto de Occidente hacia Israel había variado. La simpatía por el David de la zona que había prevalecido hasta 1967, había desaparecido, adquiriendo a los ojos de Occidente el papel de Goliat. La derrota árabe fue convertida en un logro propagandístico. Los árabes ya no eran todopoderosos. En cambio, el correoso y potente estado de Israel se enfrentaba ahora a unos desposeídos palestinos.
Se ha hablado de ciclo de violencia o de conflicto palestino-israelí, expresiones que hoy gozan de vasto consenso. No obstante, este uso de las palabras implica hacer equivalentes los ataques contra un estado democrático oficialmente reconocido, a la reacción de ese estado para subsistir. Si a ello se le añade la campaña del mundo árabe, y hoy iraní, fundada en la falta de un derecho de Israel a existir, la consecuencia lógica es que no tiene derecho a defenderse.
En 2002 el ex-presidente Bush presenta su propuesta de un estado palestino que pueda vivir en paz con Israel. No debía dirigirlo un terrorista, había de condenar la violencia, y regularse democráticamente. Esta previsión no llegará a ver la luz puesto que, tras la muerte de Arafat, las elecciones y un golpe de estado harán que llegue al poder el grupo terrorista Hamas: no hay solución a la cuestión palestina salvo mediante la jihad. Lo demuestra con su constante lanzamiento de misiles al que Israel se ve obligado a poner fin en enero de 2009. Al Norte, otro grupo terrorista, Hezbolá (nuestra lucha sólo terminará cuando esta entidad – Israel – resulte aniquilada), de influencia siria e iraní, acumula en el verano de 2006, ataques y secuestros desde el Líbano, sólo tímidamente rechazados por Israel. Irán, por su parte, sigue adelante en su programa por hacerse con armas nucleares mientras reitera que hará desaparecer Israel. La amenaza no cesa. Por una simple razón. Una serie de estados y grupos terroristas a los que apoyan siguen negando sistemáticamente y por principio el derecho de Israel a existir.
Como dijo el escritor español Julián Marías, aunque el establecimiento de Israel haya supuesto inconvenientes para otros pueblos, e incluso se pueda hablar de una dosis de injusticia ¿no es justo que por una vez en la historia sea a favor de los judíos? Dos mil años de atroz injusticia histórica, coronados por la más monstruosa que en este momento puede venirme a la memoria (…) ¿No ‘justifican’ (es decir, hacen justa) esa posible fracción de injusticia que Israel pueda significar? (…) ¿No sería absolutamente inaceptable e hipócrita hacer aspavientos por las injusticias menores a favor de los que siempre han estado abajo, olvidando la mole gigantesca de opresión, crueldad o desprecio que durante tanto tiempo han gravitado sobre ellos?
Al decir de Norman Podhoretz lo que demuestra esta historia es que según el mandato bíblico, los israelíes han escogido la vida. Por ello Israel, diminuto país que nunca ha dejado de ser una democracia, a pesar de haber estado rodeado de enemigos y forzado a destinar recursos enormes a su defensa, es el ejemplo, la luz, para esos otros pueblos que han llegado a creer que no hay nada por lo que merezca la pena luchar o morir. De modo que las críticas, a veces feroces, que se alzan contra Israel o los judíos, más que antisionismo o antisemitismo denotan una enfermedad aún más grave. Son una coartada para la renuncia ante el terrorismo, para el apaciguamiento ante el totalitarismo, para la falta de fe en los valores de Occidente.