Día del Trabajo - De maldición a ejercicio de la dignidad

Posteado el Jue, 30/04/2009 - 18:30
Autor
Marcos Aguinis
Fuente
Diario La Nación - 30/04/09

 
Celebremos el Día del Trabajo, actividad maldecida en el Génesis III-19 luego de cometer la pareja humana su primer pecado e iniciar un complejo devenir. Judíos y cristianos, no obstante, coinciden en la colorida virtud histórica de los textos bíblicos, porque la inspiración divina daba lugar a un variado lenguaje que expresaba el contexto en que se redactaba cada versículo. De ahí la multiplicidad de estilos y la frecuencia de inevitables contradicciones.

El trabajo parecía una condena literal, hasta hace poco. Sin embargo, ninguna persona digna mencionada en las Escrituras dejaba de trabajar, sean patriarcas, jueces, profetas o rabinos. Como si no fuera suficiente, se reitera a menudo una encendida crítica a la explotación, a la codicia y a la insolidaridad de los hombres. Desde tiempos remotos, en la Biblia se ordenó ajustar el trabajo a la fisiología del hombre, de los animales y de la tierra: descanso semanal, año sabático, jubileo. Pero la explotación, la codicia y la insolidaridad se impusieron sobre la sabiduría. Entonces, el trabajo se convirtió en esclavitud y en abuso. Muchos levantamientos -el de Espartaco fue uno de los épicos emblemas- respondieron a las condiciones intolerables que los privilegiados imponían a los trabajadores de todos los tiempos y lugares.
 
Cuando llegó la revolución industrial, en el siglo XVIII, empezó un progreso sin precedentes. La inspiraron el pensamiento crítico, el amor a la libertad, la limitación del poder gobernante y el florecimiento de la ciencia. Pero esas cualidades se corrompieron por causa de la opresión despiadada que aplicaron los dominadores sobre los más débiles, opresión condenada por la Ilustración y por la Biblia con luz intensa, cuyo resplandor se recitaba mientras se hacía lo contrario.
 
La revolución industrial trajo tanto progreso, que en cien años logró más avances que desde la prehistoria hasta ese momento, según confesaron nada menos que Marx y Engels en su Manifiesto c omunista (1848). Pero venía acompañada por una explotación arcaica, cruel, de hombres, mujeres y niños que autores como Dickens, Zola, Gorki y otros genios pintaron con sublime pluma.
 
Parecía que no tendría fin la vampirización del trabajador. Se consolidaron entonces teorías que más adelante revelaron fallas, como la inevitable polarización entre un sector cada vez más pequeño y más rico, frente al opuesto, cada vez más grande y más pobre. Semejante camino sólo llevaba al apocalipsis. Se impuso, además, el apotegma del anarquista Proudhon: "Toda propiedad es un robo".
 
Impresionaba entonces el descubrimiento de la plusvalía, que se consideraba la única forma de acumulación de la riqueza. Robaba tanto el industrial a su obrero como una potencia colonialista a las tierras ocupadas. La justicia y el bienestar sólo llegarían con la redistribución del botín. No se podía aún tener conciencia de que la riqueza no siempre era robada sino, fundamentalmente, creada. Que la "imagen y semejanza" con Dios señalada por la Biblia en su período más antiantropomórfico se refería al poder creador del hombre, que no deja de querer parecerse al Creador con mayúscula.
 
La explotación no era percibida como tal. De la misma forma que gente piadosa no veía el crimen de la esclavitud, no entendía que la capacidad de trabajo tiene un límite. Y aquí llegamos al origen del Día del Trabajo.
 
Estados Unidos progresaba con más rapidez que Europa por la inteligencia de las leyes que pudieron establecer sobre bases firmes sus padres fundadores. Pero mantenían una increíble negación frente a dos injusticias enormes, que se fueron corrigiendo gracias a la solidez de sus instituciones: la esclavitud y la explotación inicua del obrero. Empezó así.
 
En 1829 se formó un movimiento para exigir a la legislatura de Nueva York la jornada laboral de 8 horas. Hasta ese momento, la ley prohibía exigir una jornada que excediera... ¡las 18 horas, salvo caso de necesidad! No tuvieron éxito. Mientras, Chicago se había transformado en la segunda ciudad del país. La mayor parte de los obreros estaban afiliados a la Orden de los Caballeros del Trabajo o la Federación Estadounidense del Trabajo. Más de medio siglo después del frustrado petitorio en Nueva York, un congreso obrero decidió ir a la huelga el 1° de mayo de 1886 para conseguir de una buena vez la jornada de 8 horas. Era una acción desesperada.
 
Un panfleto anónimo de la época relata cómo fue ese día histórico. Dice que reinaba un clima hermoso. El fuerte viento proveniente del lago, con frecuencia inclemente en primavera, había amainado y se gozaba del sol. El sábado era laborable, pero lucía calmo en más de un aspecto: las fábricas paradas y vacías por la huelga, los almacenes cerrados, las calles desiertas, los conductores ociosos, las construcciones detenidas y ninguna columna de humo surgía de las chimeneas. Muchos trabajadores reían, charlaban, bromeaban y estaban vestidos toscamente de domingo, acompañados por sus esposas e hijos. Pero el enemigo los acechaba desde sitios estratégicos.
 
Sigue narrando ese texto que a los lados de las calles había policías armados y agentes especiales para "hacer respetar la ley y el orden". Desde los techos, asomaban rifles. Mil trescientos miembros de la Guardia Nacional se habían acuartelado. El Estado quería salvar la ciudad del insulto que significaba una jornada laboral de 8 horas. En Chicago, era frecuente que se rompieran las reuniones de trabajadores con garrotazos y cárcel. Se añadía un componente xenófobo, porque se consideraba a los líderes huelguistas como extranjeros que venían a destruir el país. Las palabras anarquismo y socialismo fueron demonizadas. Se admiraba al juez Charles Lynch que, en 1780, ordenó la ejecución de una banda de conservadores ( tories, para colmo) sin dar lugar a un juicio. Desde entonces se escuchaba: "Los postes de luz de Chicago serán decorados con el esqueleto de un socialista para que no propague el incendio".
 
Ese 1° de mayo de 1886 no hubo derramamiento de sangre. Pero la huelga continuó. El lunes fueron atacados los obreros despedidos de la fábrica McCormick. La policía se presentó con los revólveres desenfundados e hizo fuego contra la multitud en desbandada y mató a numerosos hombres que huían. Entonces, los dirigentes obreros decidieron convocar a un acto de protesta en la plaza Haymarket, con el debido permiso del alcalde.
 
Pero las "fuerzas del orden" causaron el "desorden" y provocaron nuevos muertos y medio centenar de heridos. Luego se inició la causa contra 31 dirigentes obreros, que fueron limitados a ocho. El juicio fue irregular en forma y fondo, al extremo de que se lo empezó a llamar "juicio farsa". Tres de los reos fueron condenados a prisión y cinco, a la horca. Uno de éstos se suicidó.
 
José Martí, corresponsal de LA NACION en los Estados Unidos, describió su muerte: "...salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro... Hay firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el de Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita: «¡La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora!». Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable".
 
Ese mismo año, el presidente Andrew Johnson promulgó la ley que establecía la jornada laboral de 8 horas. No fue estéril la lucha. Avanzaba el país, avanzaba la racionalidad, avanzaba la justicia. La Segunda Internacional Socialista reunida en París realizó un homenaje a "los mártires de Chicago" y consagró el 1° de Mayo como el Día del Trabajo. Su mandato se extendió por el mundo entero, excepto pocos países, como los Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda, Australia, donde el Labor Day tiene otras fechas.
 
Desde entonces, se acrecentaron con rapidez las conquistas de los trabajadores en todos los campos. Después de la Primera Guerra Mundial, por el Tratado de Versalles, se creó la OIT (Organización Internacional del Trabajo) y en su primera reunión, celebrada en Washington, se aprobaron normas respecto de la jornada laboral, el desempleo, la protección de la maternidad, el trabajo nocturno y el cuidado de los niños. En 1954, el papa Pío XII para enfrentar al entonces poderoso Partido Comunista italiano -hoy irrelevante- estableció el 1° de Mayo como la festividad de San José Obrero.
 
El trabajo ya no es considerado una maldición: la maldición es el desempleo. Surgieron nuevas formas de abuso contra los trabajadores de todos los niveles, que debemos enfrentar con redoblada energía. Cito algunos. El robo de sindicalistas millonarios a los trabajadores de sus respectivos gremios. La rapiña del Estado, que no defiende los intereses del pueblo, sino de quienes lo usan para engordar sus bolsillos y mantenerse en el poder. Los subsidios que equivalen al pescado y nunca a la caña de pescar. La desvalorización de la cultura del esfuerzo y la decencia, que generan males sociales gravísimos, como el crimen y la droga. La manipulación de la pobreza y de la ignorancia mediante un impúdico y sostenido soborno. La peste de mafias que usan y prostituyen a los niños.
 
El Día del Trabajo significó un gran paso adelante, pero, adheridas a sus conquistas, vinieron las corrupciones. En nombre de los trabajadores se impusieron dictaduras de derecha e izquierda, se generaron infinitas injusticias y se sigue confundiéndolos con promesas y consignas hipócritas. Junto con su festejo debe profundizarse la reflexión acerca de los deberes que nos incumben en la actualidad.
 
Publicado en Diario La Nación
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1122880

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