El 10 de diciembre de 1983 asume Raúl Alfonsín la Presidencia e inaugura la resurreción de los procesos democráticos en toda América latina. Concurren a la ceremonia delegaciones europeas, americanas y de otros continentes, presididas por sus más altos funcionarios. En la asunción lucen los ex presidentes electos que tuvo el país. Nadie falta. Es la primera vez que en Buenos Aires se produce una reunión de tamaña calidad. La fiesta estremece al planeta entero. Luego el nuevo mandatario habla al pueblo entusiasta desde el Cabildo, para evitar irritantes asociaciones con el balcón desde el cual arengaron Perón y también Galtieri. Cuida los detalles.
Alfonsín emblematiza la vida y lo nuevo.
Procuró conseguir, desde antes de tomar el cargo, la convergencia de voluntades para superar antinomias estériles. Ofrece a su rival. Italo Lúder, la presidencia de la Corte Suprema, para garantizar la independencia de los poderes republicanos, como debe ser. Su gesto admirable es rechazado por la oposición y luego vendrán otros rechazos a sus propuestas generosas y patrióticas.
Habían pasado casi ocho años de despotismo y varias décadas de confusión ideológica. No se podía perder tiempo. Dice a sus colaboraores que ansía cumplir a rajatabla con la plataforma electoral. Pero emergen ante sus ojos la crisis económica, la deuda externa, las secuelas de la desindustrialización, los salarios bajos, la desnutrición grave, la elefantiasis de un Estado ineficiente y corrompido, gremios hotiles, Fuerzas Armadas resentidas y el acecho de los cavernarios y golpistas que ansían retronar al poder.
Adopta una arriesgada e inédita decisión: rodeado por sus ministros, anuncia que se juzgarán las tres primeras Juntas Militares por violación de los derechos humanos. Semejante gesto ni lo tuvo Grecia cuando condenó a los coroneles golpistas. Al mismo tiempo, con firme ecuanimidad, decreta la prosecución de causas penales contra los jefes de las organizaciones terroristas que, desde el gobierno de Illia, se alzaron contra la Constitución y la democracia sembrando muerte y terror para imponer un régimen utópico y totalitario.
Ordena, muchas veces en forma personal, que se ejerzan las funciones públicas con la mayor probidad, de la que él es el primer ejemplo. Elimina el calificativo de "Su Excelencia" por el de "señor" o "señora". Deroga la pena de muerte. Suprime la censura y restablece la irrestricta libertad de prensa. Por esa razón los sectores del pasado afirman que se ha esblecido una "democracia pornográfica". Pero sigue adelante. Anula la atribución gubernamental usada durante el Proceso de expulsar del país a extranjeros por causas políticas o ideológicas. Estimula la multiplicacion de las manifestaciones artísticas y pone énfasis en la gestión cultural, de la que fui un asombrado testigo y protagonista. Lanza el Programa Alimentario Nacional para hacer frente a la desnutrición que afecta a millones de argentinos. Crea decenas de entidades participativos que abarcan todo el arco social, para devolver a cada hombre y mujer la dignidad de sentirse autores de su destino.
Al cumplir los 100 días de gobierno ofrece una descripción honesta de la grave situación que subsiste. No miente, no hace demagogia, no niega. Reconoce que se enfrentan años duros. Y señala algunos datos como éstos: " El producto bruto per cápita es hoy menor que en 1970. La producción industrial de 1983 es menor que la de 1971. Las economías regionales están destruidas. La evasión tributaria es enorme y muchas provincias no alcanzan a pagar el 10 porciento de los sueldos." "Es decir –enfatiza- estamos frente a una pobreza extrema. Nos desafía una empresa heroica que no puede ser llevada adelante por un solo sector, ni político, ni ideológico, ni social. ¡Tiene que ser una empresa de todos!"
Pese al enojo que predomina en la sociedad por los abusos del régimen militar, Alfonsín tiene la visión estratégica de preservar a las Fuerzas Armadas como institución y les ofrece la oportunidad de una autodepuración que las enaltezca. El Consejo Supremo militar es la instancia que debería aplicar el rigor de la justicia, tradicionalmente más severa que en el campo civil. Pero sus necios retaceos obligan a que el asunto sea derivado a la Cámara Federal, que solicita las causas. El juicio, desarrolado con ecuanimidad y sin espíritu de venganza, mantiene en vilo a la sociedad y al mundo. Desfilan testigos, se develan hechos espantosos. La Argentina, donde nos habíamos acostumbrado a violar impunemente la ley, se convierte en un ejemplo. La justicia nunca es perfecta ni completa, porque responde a las limitaciones humanas. Pero intenta dejar atrás el pasado para avanzar hacia el futuro. Alfonsín piensa en el futuro y en la reconciliación, como lo han hecho las mejores figuras de nuestra agitada historia.
Para que no hayan dudas había creado la CONADEP, integrada por personalidades científicas, culturales, periodísticas, religiosas y políticas. Debía recoger denuncias y pruebas sobre secuestros, torturas, desapariciones y asesinatos. Su escalofriante informe, tras una labor insalubre que presidió Ernesto Sábato, se tituló Nunca más. La entrega al Presidente fue acompañada por una marcha multitudinaria. Pero en lugar de reconocerse los méritos de esta gestión honesta y osada, los sectores extremistas piden que se acentúe el castigo, que se desborden los límites. Alfonsín entonces adhiere a la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Deroga la ley de autoamnistía que firmó el régimen militar. Envía al Congreso un proyecto de ley sobre modificación del código de justicia militar, para ajustarlo al estado de derecho que florecía en el país. Hace todo lo que puede para que no se confunda justicia con venganza, ni democracia con autoritarismo.
Tras los juicios, algunos oficiales comprenden cuál debe ser en adelante el rol de las Fuerzas Armadas, respetuosas de la Constitución. Otros se llenan de resentimiento y empiezan a conspirar. El insomne Alfonsín quiere la paz, quiere reparar heridas, quiere hacer avanzar la educación, la salud, el bienestar, la eficiencia administrativa, el federalismo, el diálogo. Pero hay riesgos de que aborte la democracia: se producen levantamientos militares y el gobierno no cuenta con otro Ejército. Por el contrario, las Fuerzas Armadas no responden con rapidez y convicción al poder Ejecutivo. En lugar de avanzar hacia la pacificación mediante la sanción ejemplar de los responsables principales, como habían sido los juicios de Nurenberg, muchos quieren llegar hasta el último abuso cometido a lo largo de varios años. Esto es imposible, sin que vuelvan a renacer los antiguos odios. Entonces surgen los dolorosos punto final, obediencia debida, cosa juzgada. Implica un terrible costo político para el gobierno, que debía optar entre sostener la anémica democracia o volverla a perder del todo. Nadie le garantizaba al gobierno la solidaridad del pueblo en caso de un nuevo golpe. Y el golpe está a la vuelta de la esquina.
El justicialismo olvidó el abrazo de Perón y Balbín, para convertirse en un desalmado saboteador del gobierno radical. Los sindicatos se envalentonan ante las actitudes conciliadoras de Alfonsín y su negativa a meter en la cárcel a los líderes corruptos. Entonces transforman las huelgas en un hábito político que corroe la producción y la estabilidad, llamando a trece feroces paros generales. Los gobernadores imprimen dinero (llamado "bonos") violando la Constitución, pero el Presidente no quiere intervenir a ninguna provincia, pese a la magnitud del delito.
Pone en marcha un exitoso Plan Austral para detener los estragos de la inflación, pero los sindicatos no le dan tregua y consiguen destrozarlo con sus demandas impiadosas, más políticas que gremiales. Fui testigo del momento crítico en que el ministro Sourruille le llama por teléfono anunciándole otra huelga comandada por el insaciable Lorenzo Miguel. Alfonsín resopla fastidiado, está enloquecido con tantas huelgas y el Plan Austral marchaba bien. Pero, para evitar otra maldita huelga, ordena aceptar el aumento. Sourruille objeta, porque significaría quebrar la arquitectura del Plan. Un áspero cambio de opiniones termina con la orden de imprimir para satisfacer al gremio. Imprimir significó volver a la inflación. Alfonsín cometió el ingenuo error de suponer que podía calmar las demanadas haciendo concesiones, porque proyectaba su generosidad en el otro. Pero el no otro no había clemencia. Le destruyeron el Plan Austral, que intentó ser resucitado por el Plan Primavera. Ya no sirvió. Fue perdida irremisiblemente una preciosa oportunidad.
Sus gestos conciliadores con los militares (dijo que Rico fue héroe de las Malvinas), con los sindicalistas (concediéndoles aumentos inoportunos), con los políticos adversarios (evitando intervenir provincias que imprimían dinero), no fueron correspondidos.
No se entiendía que Alfonsín era un político bondadoso, abierto y progresista. Sus esfuerzos por lograr la reconciliación del desgarrado tejido nacional empezaron a ser objeto de mofa. "La casa está en orden" era una suerte de condena a muerte. Y avanza entonces el sabotage a su gestión. Cada vez más insolente y manifiesto. Igual que contra Frondizi, igual que contra Illia.
Pese a las nubes de tormenta, convoca al Segundo Congreso Pedagógico Nacional, para reactivar la política de Estado en materia educativa. Realizó un esfuerzo monumental para que este segundo Congreso tuviese la fuerza del primero, donde participó Sarmiento y puso las bases de un desarrollo cultural sin precedentes. Pero la sociedad no estaba la altura de su maravillosa iniciativa y pasó inadvertida. Formó un Consejo de Estado con las mejores mentes del país, para que lo ayudasen a vigorizar las bases de una Argentina nueva, ejemplar, notable ante el mundo entero. Apoyó el Programa de Democratización de la Cultura para incrementar la participación a todo lo largo y ancho del país y convertir a los habitantes en ciudadanos conscientes, críticos, emprendedores y creativos. Logró que se aprobase el traslado de la Capital Federal "al sur, el frío y el mar", con el propósito de descentralizar el país y hacer más serio el federalismo.
En su acortada Presidencia consiguió establecer la paz con Chile y eliminar las hipótesis de conflicto con los países que nos rodean. Creó el Mercosur luego de entusiasmar con su proyecto a los presidentes Sarney y Sanguinetti. Aspiraba a una América latina hermanada, democrática y progresista en serio, lanzada a un sostenido incremento de su calidad de vida, cultura y producción económica.
Pero no se lo comprende ni apoya desde tradicionales egoismos parroquiales. En el palacio y fuera de él funcionan varios serruchos, que a veces se disfrazan de aliados. Intereses mezquinos y miopes prefieren destruirlo. O castigarlo a fondo. Frentes hostiles minan su gestión bienintencionada. Huelgas y sabotage político consiguen infligirle la peor de las heridas: forzar que acorte su mandato constitucional. Es una afrenta enorme realizada nada menos que al hombre que nos había devuelto la democracia, las instituciones y un lugar digno en el mundo. Le arrancan la Presidencia y luego, con una impudicia increíble, su sucesor lo acusa de "tirarme el gobierno por la cabeza".
Pero Alfonsín no se retira. Es un político de raza. Tampoco se retiraron Sarmiento, Mitre, Roca, Yrigoyen, Perón. Su temperamento no se lo permite. La tumultuosa Argentina circula por su sangre caliente. Lo obsesiona haber dejado inconclusa una obra que deseaba superior.
Ocurre entonces el Pacto de Olivos. Menem quería ser reelecto y estaba dispuesto a reformar la Constitución. Lo haría contra viento y marea. No titubeó en sobornar electores en Corrientes hacía poco. Haría la reforma con las mayorías propias o compradas. Entonces el aguerrido Alfonsín evalúa que, siendo imposible evitar esa reforma, que se la haga para conseguir algo más que una simple reelección. Después dirá que "fue lo mejor y lo peor que hice en mi vida". El Pacto de Olivos permitió la reelección de Menem, pero creó el Consejo de la Magistratura para darle más nivel e independencia al poder Judicial, como corresponde a una verdadera república. Trabajó personalmente en las sesiones hasta el agotamiento, quería que naciera una Constitución notablemente mejorada. Pero luego se tardaron años en poner el marcha el Consejo de la Magistratura y el tercer senador no fue siempre útil para garantizar la gravitacion de las minorías. Para colmo, ahora el Consejo de la Magistratura es el patíbulo de los fiscales y jueces que se atreven a levantarse contra el mandamás de turno.
Nada frenaba su actividad política, nada disminuía su voluntad de elevar la Argentina. Ni siquiera un accidente de ruta que le rompió varias costillas y casi le costó la vida.
Ahora –como hacemos los argentinos-, recién ahora, cuando se nos está yendo de nuestra atormentada realidad, nos damos cuenta de su estatura ética y su ejemplaridad política. También cometió muchos errores, sin duda, pero su sitial inmortal es indiscutible. Fue un Presidente que millones de argentinos amaron con pasión. Un nombre que brilla entre los grandes.