Recemos por los judíos. Que Dios Nuestro Señor ilumine sus corazones para que reconozcan a Jesucristo, Salvador de todos los hombres. Dios, omnipotente y eterno, tú que quieres que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, concede, propicio, que, entrando la plenitud de los pueblos en tu Iglesia, todo Israel sea salvado".
Esta plegaria ha sido adoptada por decisión de Benedicto XVI el pasado 5 de febrero, para ser formulada en la celebración litúrgica del Triduo Pascual -el Viernes Santo- y así comunicada a todas las Conferencias Episcopales del mundo, con el consiguiente revuelo entre las comunidades judías y aquellos que han propiciado, desde sus respectivas religiones, el diálogo "judeo-cristiano" abierto después del Vaticano II.
El tema desborda el debate religioso. Más allá de ese bienvenido diálogo, lo que pone en cuestión la plegaria es el principio de tolerancia que preside la vida institucional y social de los Estados democráticos modernos.
Que una comunidad religiosa pretenda difundir su fe, va de suyo. Que rece para que todos los que no la profesan, encuentren su verdad, está en la lógica de la actividad de cualquier activista de una creencia. Pero cuando una iglesia constituida singulariza su prédica en los fieles de otra religión específica y reclama que se haga lo necesario para "salvarlos" estamos entrando ya en el camino de la intolerancia.
¿Con qué derecho, específicamente, se sienta en el banquillo de los acusados de vivir en el error a los miembros de otra comunidad que ejerce el mismo derecho que ella a creer en su Dios? No podemos ignorar que hacerlo con los judíos y con "Israel todo", que debería ser salvado, es retornar al aire de aquellos tiempos en que desde los púlpitos católicos se les condenaba por "deicidio", como "asesinos de Jesucristo". Bien se sabe que esa doctrina fue un elemento sustantivo para que los nazis pudieran desarrollar su prédica antisemita y desatar el Holocausto, la mayor tragedia de nuestra civilización. ¿Dónde estaba Dios? se preguntó el actual Papa cuando visitó el campo de concentración de Auschwitz, y muchos, con incuestionable lógica, le preguntaron dónde estaba entonces la Iglesia católica, silenciosa en momentos en que ocurría una tragedia de la que tenía cabal noticia.
Por cierto, la nueva oración no contiene las frases difamatorias de antaño: ya no se habla de "los pérfidos judíos", expresión borrada por Juan XXIII. Sin embargo, se inscribe en una dirección fundamentalista de peligrosa actitud discriminatoria. Nadie puede ignorar que el pueblo judío ha sido de los más perseguidos de la historia y, como ha logrado sobrevivir -a diferencia de otros tantos que sucumbieron,- continúa en el centro de vastos escenarios de prejuicio. El fundamentalismo islámico, y hasta jefes de Estado como Ahmadineyad, proponen destruir el Estado de Israel y la nación judía y lo hacen a grito pelado. Tampoco es un misterio reconocer que el prejuicio antisemita va más allá, está aún vigente en el mundo y que la política de Israel, polémica como todas las políticas, ambienta reacciones prejuiciosas.
En ese cuadro, cuando la Iglesia católica, tan parsimoniosa siempre, sale a intentar la salvación de los judíos y de Israel todo, proponiéndose sacarlos del mundo del error en que viven, es obvio que está reinstalando en la picota a ese perseguido pueblo y de alguna manera volviendo a condenarlo. ¿Por qué no se hace lo mismo con los musulmanes o con nosotros los agnósticos liberales, que hoy podríamos debatir el tema al amparo de las garantías que nuestra filosofía logró arrancar a los absolutismos?
Algunos voceros eclesiásticos alegan que la plegaria se ha aliviado de adjetivos acusatorios y que, además, no se leerá necesariamente en todas las iglesias, porque ella se inscribe en la rehabilitación del viejo misal, que no es de empleo obligatorio. Pero no cabe agradecer a la Iglesia que se haya corregido ella misma, limando viejas aberraciones inquisitoriales, del mismo modo que no hace a la cosa el porcentaje de templos en que se lea la plegaria. Lo que preocupa es la plegaria en sí misma, como expresión de un retroceso cívico muy serio. E insistimos en la palabra cívica, porque es un tema de ciudadanía.
La persecución racial, la intolerancia religiosa, la difamación histórica son males endémicos que aún debemos combatir. No es razonable, por lo mismo, que una Iglesia vaticana que venía evolucionando hacia el diálogo y la convivencia, dé este paso atrás. Grande o pequeño no interesa. La cuestión es que la mentalidad que está en la raíz de esa decisión no se compadece con los esfuerzos de los últimos Papas y vuelve a sembrar una semilla de intolerancia que no deberíamos observar con indiferencia.
Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay. Es abogado y periodista.
Autor
JULIO MARÍA SANGUINETTI
Fuente
Publicado en El País el 11/3/2008 (Noticia obtenida de AJN)