EL DIFUNTO AMIGO DE MI TÍO MORDEJAI
El tema de este romance
es un viejo camposanto
de los que quedan aún
en los campos entrerrianos,
plantados en las colonias
de judíos acriollados.
Pero no hay aquí fantasmas
ni espantajos ni algún trasgo,
está, sí, la inquieta alma
de un amigo de tío Marcos.
Tengo que contar un poco
el origen del relato
ya que el colono más pobre
--como suele ocurrir tanto—
fue el que regaló el terreno
para el eterno descanso
de los seres que a este mundo
lograron abandonarlo;
miles de veces estuve
en ese santo terrazgo
donde reposan algunos
de mis parientes cercanos.
Todo el año era lo mismo,
en invierno y en verano:
en cuanto llovía muy fuerte
se transformaba en pantano
o mejor en una isla
justo en medio del oceano.
Sepultar en esos días
era tarea de espanto
y he acompañado difuntos
en acoplados tirados
por caballos y por bueyes,
por tractores y por carros.
Pero eso es ya otra historia
y queda para otro cántico.
Y comienza este relato
de la muerte del amigo
de un tío mío, el tío Marcos
(Mordejai en lengua sacra
y Mardoqueo en castellano).
Siguiendo con el ritual
que impone la fe de antaño
fue sepultado en la tierra
en un féretro precario,
sin herrajes ni metales
ni adornos estrafalarios.
Muy poco tiempo después
mi tío empezó a soñarlo;
lo veía muy claramente
clamando en su desgarro:
--Por Dios pido, Mardoqueo;
estoy muy mal ubicado,
esta pésima postura
no me permite el descanso,
me crujen todos los huesos
y hasta se me ha caído el cráneo.
Las pesadillas seguían
y aumentaban: mi tío Marcos
ya no lograba dormir,
se sentía aterrorizado,
hasta que fue a consultar
antes de ingresar en pánico,
en la lejana ciudad
al viejo rabino sabio.
--Algo pasa (juzgó éste)
para que este buen hermano
no se halle en la santa paz
de los seres que han marchado
y es lícito y pertinente
tener que desenterrarlo.
Se hicieron las ceremonias,
los rezos y los cuidados
y abrieron la fosa aquella
del amigo de tío Marcos.
El féretro no existía
y atónitos comprobaron
que una corriente muy fuerte
de agua había sacado
los restos de aquel cajón,
y estaban entremezclados,
pero el cráneo había caído
a casi un metro al costado.
Lo cambiaron de lugar
al amigo del tío Marcos
y de nuevo acomodaron
esos despojos humanos
y mi tío dejó de oír
sus quejumbrosos llamados.
Años después pude dar
cariz lógico al relato
(porque en tiempo del suceso
yo era apenas un muchacho)
y me expliqué la cuestión
de un modo serio, no abstracto:
mi tío sabía de las aguas
subterráneas de ese campo
y el subconsciente alertó
la posición del finado.
Porque yo no creo en fantasmas,
aparecidos ni trasgos.
Y ya me bulle en la mente
otra crónica o relato
del cementerio judío
en ese espacio entrerriano.
Pablo Schvartzman
27.9.2014
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