Desde finales del siglo XIX, los judíos del Imperio Otomano –donde se había concentrado la principal corriente sefaradí tras la expulsión de España– abandonaron los distintos países del imperio debido a la crisis económica, a la obligación de hacer el servicio militar indefinidamente y a la inestable situación política.
¡A la América!
, se decía en el Cercano Oriente. Primero viajaban los varones y cuando lograban instalarse en alguna pensión o conventillo, traían a sus familias. Las calurosas cartas que los primeros en llegar mandaban a sus parientes y amigos sobre la próspera Argentina –en donde además se hablaba el castellano, lengua madre del ladino que ellos usaban– entusiasmaban a los sefaradíes a venir a nuestro país.
Muchos empezaron trabajando como vendedores ambulantes de telas, ropa, medias y juguetes; otros eran sastres o carpinteros. En Buenos Aires vivían cerca del puerto y en el centro, otros se instalaron en Córdoba, Rosario y Tucumán. En las décadas siguientes proliferaron las agrupaciones culturales y religiosas sefaradíes, alimentadas según el país de origen de sus integrantes. Los ladino-parlantes que llegaban de Turquía, Grecia y los Balcanes se afincaron en Villa Crespo, Colegiales, Flores y Once. Entre los inmigrantes de las demás principales corrientes sefaradíes, los marroquíes se instalaron en San Telmo o viajaron a otras ciudades bonaerenses y de las provincias de Santa Fe, Córdoba, Chaco, Formosa y Entre Ríos; y los sirios eligieron La Boca, Barracas y Lanús. Con los años, muchos de aquellos recién llegados lograron prosperar. Crearon negocios e instituciones conservando su identidad y su cultura e hicieron un aporte fundamental al crecimiento del país.
Coeditora de www.eSefarad.com