“No hay guerras justas. Lo que hay son causas justas”.
La frase se la escuché por primera vez hace más de veinte años a Adolfo Pérez Esquivel, probablemente en unas jornadas sobre derechos humanos que se desarrollaron en una universidad del barrio de Flores, en Buenos Aires.
Por aquellos años, Argentina y Uruguay transitaban sus primeros años de restauración democrática, entre pedidos de justicia ante la barbarie militar.
En estas últimas horas, mientras veía por televisión caer las bombas sobre Gaza y las ciudades israelíes como Sderot, Ashkelon y la misma Tel Aviv, volvió a mi memoria aquella sentencia del premio Nobel de la Paz.
La guerra es siempre una acción criminal pero más que eso, toda resolución violenta de un conflicto encierra el germen de un enfrentamiento futuro. La guerra puede terminar con un bando ganador y otro derrotado, pero nunca arroja justicia sobre las causas que las disparan. Por el contrario, la guerra suele enmascarar y pervertir una causa justa bajo el oprobio de las víctimas que deja a su paso.
Para no acumular más lamentos e hipocresía a un conflicto en el que ambas abundan, pensemos en la guerra que se libra en Gaza sobre la base de las causas que uno y otro dicen defender para establecer un criterio de justicia.
Una forma práctica de acercarnos a ellas es preguntarle a los contendores qué reclaman a cambio de dejar de bombardear al enemigo.
El resultado es muy revelador:
mientras que Hamás pretende la desaparición de los judíos y de su estado nacional y la imposición de una teocracia islamista sobre toda Palestina,
Israel pide que Hamás deje de bombardear a su población civil como ha hecho día tras día desde que arrebató el gobierno de la Franja de Gaza por la fuerza a sus hermanos palestinos de Fatah.
Una primera conclusión podría ser que, mientras los gobiernos de Jerusalén y Ramallah buscan una forma honorable de sentarse a resolver su conflicto sobre territorios, soberanía y seguridad, los milicianos de Hamás luchan, según el Art. 6 de su estatuto, por "levantar la bandera de Alá sobre cada pulgada de Palestina".
En caso de que queden dudas sobre la justicia de su causa, alcanza con leer el artículo 9 de su estatuto.
Allí se dice claramente que la organización tiene como objetivo "la lucha contra el mal, derrotarlo y vencerlo para que la justicia pueda prevalecer, las patrias sean recuperadas y desde todas las mezquitas emerja la voz del muazín declarando el establecimiento del Estado del Islam, de modo que la gente y las cosas retornen a los lugares correctos y Alá sea nuestro salvador".
Como se ve, ya no estamos ante un conflicto árabe-israelí sino uno entre una organización de musulmanes que "temen a Alá y alzan la bandera de la Yihad" (la guerra santa contra los infieles) por un lado, y habitantes de Medio Oriente de fe judía, musulmana, cristiana o de ninguna, que luchan por establecer los límites de dos estados nacionales, uno judío y otro palestino.
La justicia de la causa nacional palestina está fuera de discusión. Tanto lo está que ya en 1947 las Naciones Unidas promovía la creación de un estado soberano para los árabes de Palestina, al lado de uno para los judíos, mientras los vecinos árabes esperaban la oportunidad de echarle mano a ese árido pedazo del mundo.
Los líderes árabes de Palestina, alentados por sus hermanos árabes de la región, se opusieron a la partición de Palestina y lanzaron una guerra contra la población judía antes de que esta alcanzara a tener un Estado y un ejército.
El dato no es menor porque marca el inicio de un tiempo de dolor y guerra que los palestinos llaman "nakba" ("catástrofe" en árabe) y que constituyó una gigantesca humillación: los ejércitos de Egipto, Siria, Líbano, Irak y Transjordania (que contaban con apoyo de Yemen y Arabia Saudita, a su vez por las potencias colonialistas como Gran Bretania) fueron derrotados por un conjunto milicianos y colonos mal armados pero determinados a luchar.
El destierro, la derrota, la precariedad de los campamentos de refugiados, la pobreza, la ocupación israelí y la humillación militar (que se reiteraría en las guerras de los Seis Días, en 1967, y de Yom Kipur, en 1973) constituyeron un caldo de cultivo ideal para que aumentara el resentimiento y se alentara la solución violenta a un conflicto que se pudo evitar en 1947.
Sin embargo, cuando se habla de la guerra entre Israel y Hamás, aquel conflicto pasa a un segundo plano.
Sería escandaloso, si no fuera además repugnante, que muchos de los encolerizados defensores de la población de Gaza pretendan confundir la justa lucha del pueblo palestino por su independencia con la ideología fundamentalista y genocida de Hamás.
Declaraciones como las del gobierno uruguayo, condenando lo que califica como una reacción "desproporcionada", no ayudan a la pretendida búsqueda de la paz. Más bien se inscriben, sin proponérselo, en la dinámica de los hechos que propone Hamás.
Primero porque patrocinar la reacción "proporcionada", la que cada día emprende Israel contra quienes bombardean a su población civil desde la Franja de Gaza, es aceptar el statu quo del terror.
Segundo porque evitar la guerra, promover la búsqueda de la paz, proteger a la población civil y limitar las acciones bélicas a blancos militares, son propósitos que se corresponden con los de Estados de Derecho como Israel o Uruguay, pero no con los de una organización extremista como Hamás. Una organización que adoctrina a sus niños en el odio, entrena a sus jóvenes en el martirio, esconde sus pertrechos bajo edificios civiles y bombardea indiscriminadamente a judíos y palestinos israelíes.
Si el gobierno uruguayo y la comunidad internacional quieren lograr la paz inmediata en Gaza, alcanza con que le exijan a Hamás que deje de bombardear las ciudades y kibutzim del vecino Israel.
Sería un intento en vano porque Hamás tiene como propósito el exterminio de Israel y la expulsión o la aniquilación de todo aquel que no se convierta a la versión suní del Islam.
Si no se quiere llegar tan lejos, se puede exigir a los líderes de Hamás que al menos protejan a sus hijos y ancianos, renunciando a la repulsiva táctica de esconder sus milicianos y pertrechos debajo de hospitales, mezquitas y casas de familia. Sin embargo, se prefirió el insólito expediente de pedirle a una nación agredida que ejerza la defensa de sus ciudadanos sin hacer prevalecer su superioridad militar.
Por cierto, ninguna de estas exigencias habría tenido una respuesta positiva.
El negocio de Hamás no es la paz sino la guerra.
La paz definitiva, la que permite reconstruir la vida de dos pueblos desde la aceptación, la dignidad nacional, la libertad política y religiosa y la prosperidad compartida, sigue esperando un liderazgo más valiente y menos ubicuo, capaz de ayudar a que se consoliden las causas justas.
La de Hamás, claramente, no lo es.