Hay judíos que conectamos con las festividades porque nos permite sentirnos parte de una historia. Una historia que nos toca escribir desde nuestro presente, resignificando lo judío en cada nueva pregunta, en cada nueva apertura, en cada nueva mixtura. Casi reescribiéndola, casi recreándola, casi representándola, en ese juego ambiguo en el cual el prefijo “re” nos habla tanto de repetición diferenciada, como de intensidad desbordada: escribir de otro modo lo mismo, pero con tal compromiso que lo escrito crea un mundo nuevo. Del mismo modo como pensaba Schleiermacher, cuando sostenía que los textos sagrados no debían ser interpretados al pie de la letra, sino que todo espíritu religioso debería ser capaz de escribir la suya propia. Es que una historia es siempre un texto, y un espíritu religioso puede ser entendido como la libertad de conectar con la letra desde nuestra propia subjetividad. De hecho, según la interpretación etimológica proveniente de Cicerón, el mismo término “religión” es asociable a la idea de “relectura”: se trata de volver a leer los mismos textos, la misma historia, la misma identidad, pero de modo diferente. Como aquel río de Heráclito, donde nadie puede bañarse dos veces, cada nueva lectura es otra, cada nuevo relato es una respuesta a relatos anteriores. Así, lo judío es ese devenir incesante de relecturas, donde la tradición que se transmite no es algo estanco y anquilosado, sino por el contrario, un impulso a la libertad interpretativa, algo espiritual. Una espiritualidad no metafísica, que se va conformando en ese punto de cruce entre los sentidos heredados y las interpretaciones que los transforman.