El 27 de enero de 1945 amaneció con una sorpresa escalofriante para las tropas soviéticas. Ingresaron en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Algunos rumores ya se habían esparcido sobre la industria de la muerte que allí se había puesto en ejecución. Pero eran demasiado alucinantes para ser creídos. En 1944, sin embargo, se había liberado el campo de Maidanek, que los confirmaba. Pero Auschwitz golpeó en los rostros y el entendimiento. Era la cúspide de una maldad inédita.
La inminente derrota impulsó la huida de los soldados nazis, que se llevaron una gran cantidad de prisioneros, para que no cayesen en manos aliadas y describiesen su martirio. Esto revela que los nazis tenían conciencia sobre lo condenable de su crimen. El Ejército Rojo sólo encontró en Auschwitz unos 5000 sobrevivientes que no podían caminar y a los que la locura del Tercer Reich no alcanzó a destruir. Pronto se supo que en esas marchas forzosas perecieron otros millares de hombres, mujeres y niños por las crueldades del invierno y las balas que dejaban en la nieve a los incapacitados de seguir caminando.
Las Naciones Unidas instituyeron el 27 de enero como el Día Internacional del Holocausto. En efecto, el 27 de enero de 1945 fue un mojón en la macabra serie de descubrimientos que convulsionó a los soldados aliados. Las noticias sobre la peor matanza de la historia humana que circularon antes de esa fecha no habían sido creídas. O se prefirió no creerlas. De ahí que la responsabilidad por el Holocausto involucre también a muchos dirigentes y pueblos que no hicieron todo lo que estaba en sus manos para impedirlo.
En enero se cumple otro oscuro aniversario: la Conferencia de Wannsee. El 20 de enero de 1942 tuvo lugar un encuentro de quince jerarcas nazis en un hermoso suburbio de Berlín para decidir la liquidación total de los judíos. Allí se labró un documento que pretendía dar muerte a los 11 millones de judíos que vivían entonces en Europa (lograron liquidar 6 millones, poco más de la mitad). Su prolija lista incluía hasta los 200 judíos de Albania, los 1300 de Noruega, los 3000 de Portugal. Números irrelevantes que ni calzaban en las teorías conspirativas del nazismo.
Pero estaban las demás comunidades, más numerosas, que comprendían desde decenas o cientos de miles, hasta millones, que estimulaban el apetito genocida. Ningún miembro de ese antiguo pueblo tendría derecho a salvarse. Antes se había insistido en una Alemania Judenrein (limpia de judíos), ahora se anhelaba la "solución final del problema judío", un eufemismo que aspiraba a un rápido y fabuloso asesinato.
La elegante casona de Wannsee ocupaba un espacio bellísimo junto al lago del mismo nombre. Tenía senderos con rosedales que en aquella nefasta jornada no se lucieron por la temperatura invernal. Las puertas eran de estilo francés y el interior lucía una decoración refinada. Las deliberaciones se realizaron en el comedor, mientras se servía un frugal almuerzo. En ese ambiente confortable se planificó, sin el menor atisbo de piedad, el mayor crimen de la historia.
Se desempeñó como jefe del encuentro el general Reinhard Heydrich, quien dedicó el primer tercio de la reunión para efectuar un análisis pormenorizado del tema. Heydrich fue herido tres meses después en Praga por la resistencia checa y murió el 4 de junio del mismo año.
En esa reunión había puntualizado que Alemania ya extendía sus dominios desde el círculo polar ártico hasta el desierto del Sahara, y desde los Pirineos hasta los Urales. En el mundo existían muchos líderes, gobiernos e intelectuales que admiraban al Führer, algunos de un modo silencioso todavía. Dijo que ésas eran las buenas noticias. Las preocupantes, en cambio, provenían de la obstinada resistencia en el frente oriental y la negativa británica a rendirse.
Era pues el momento de poner fin de una buena vez a la "cuestión judía", un tema central del nacionalsocialismo. La "limpieza" realizada hasta ese momento mediante ejecuciones, marginación y emigración, tropezaba con dos obstáculos. Primero, en lugar de disminuir el número de judíos, las conquistas del Reich lo multiplicaron de forma alarmante. Segundo, la emigración había dejado de ser eficiente, porque los países del mundo habían cerrado sus puertos.
Este último dato revela la complicidad de casi todo el planeta en la tragedia del Holocausto. Ni siquiera los países involucrados ya, y que luego se involucrarían en la guerra, tuvieron la nobleza de ofrecer amparo a las víctimas de esa irracional persecución. Después de la Conferencia de Evian (Francia) en 1939, donde los países democráticos se excusaron por no recibir judíos en fuga, los nazis redoblaron su agresividad.
En 1942, la reunión de Wannsee optó por la masacre industrial como último recurso. No sólo lo avalaba su psicótica ideología, sino la actitud del resto de la Tierra. Desde que Hitler había asumido el poder en el año 1933, había lanzado decenas de "leyes raciales" cada año, destinadas a humillar y ahuyentar judíos. Las naciones se mantuvieron indiferentes. Las protestas sólo eran manifestadas por individuos o pequeños grupos. A Berlín llegaban mensajes de que los seres que los nazis pretendían hacer desaparecer no eran queridos ni respetados por nadie. El cierre de los puertos, cada vez más firme, demostraba que los judíos no eran aceptados en ningún lugar. Adelante, pues.
Los quince jerarcas reunidos en Wannsee intercambiaron opiniones sobre el ambicioso plan. Adolf Eichmann fue encargado de tomar notas sobre lo que se iba diciendo. Hubo coincidencias en la necesidad de proceder con aplomo, eficacia y celeridad. Los papeles redactados por Eichmann fueron después corregidos por Heydrich mismo, quien se ocupó de ocultar los verdaderos y diabólicos designios mediante eufemismos que ahora no presentan dificultad para ser traducidos a su real y atroz significado.
En Wannsee hubo un alucinante contraste entre la belleza del lugar y su demoníaco objetivo. Ese modelo fue copiado en los muchos campos de concentración y asesinato que se erigieron rápidamente en todos los países conquistados. En efecto, por un lado se expandía la miseria de prisioneros tratados peor que las cucarachas, y cuyo final era morir electrificados en las alambradas, mordidos y desangrados por los perros, baleados en divertidas competencias de los guardias, gaseados en cámaras que simulaban ser duchas y finalmente convertidos en humo negro por los infatigables crematorios. Por el otro, adheridos a ese repugnante báratro, se erigían las residencias de los jefes nazis con jardines, jaulas llenas de pájaros coloridos, piletas de natación, bibliotecas y hermosos salones con piano de cola, en los que se celebraban reuniones distinguidas. Era otra muestra de la esquizofrenia que suele soplar huracanadamente en el espíritu de los fanatismos.
Durante su juicio en Jerusalén, Adolf Eichmann confesó que en la Conferencia de Wannsee se habló de forma explícita, sin guardarse palabras. No obstante, él y Heydrich maquillaron el texto para evitar expresiones comprometedoras, como dijimos unos renglones antes. El objetivo fue sellado sin vacilación. Por eso, ahora es legítimo afirmar que el monstruo se alzó a partir de esa fecha con toda su potencia y descaro. En poco tiempo logró borrar incontables comunidades judías de Europa y asesinar a millones de seres humanos.
Una pregunta llena de angustia, frente a esos dos horribles aniversarios, es si la humanidad aprendió algo o seguirá repitiendo errores.
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