No nos dijeron que los gladiadores podían ser así. Poco más de un metro cincuenta, manos de cocinar, piel de bobe, ojos de ternura y sufrimiento. Pero esa, es la misma Sara Rus que enfrentó no una sino dos veces a monstruos verdaderos, los cuales no pudieron con ella, ni pueden con sus testimonios.
“Esta planta debería estar afuera, pero al igual que los bebes se acostumbró a quedarse adentro: la sacaba al balcón y se caía”, me dice a poco de tomar asiento, en el confortable y acogedor living de su departamento de Belgrano. Un comentario que remite directamente a su pasado, a aquella Scheine Miriam Laskier, su nombre original, que en 1927 comenzó a alegrar el hogar que Jacobo y Carola Laskier habitaban en la ciudad de Lodz, Polonia. “Era una nena bastante consentida, recuerda Sara, porque además de única hija fui la primer nieta de mis abuelos”. El afecto y el judaísmo signaron sus primeros años de vida, pues en su casa se comía kasher y se conmemoraban todas las fiestas y celebraciones. “Yo iba también a un colegio hebreo religioso, recuerdo muy bien aquellas mesitas blancas con sus sillitas, y mi padre también me enseñaba mucho, ya que se había recibido de Rabino, aunque se dedicaba a la sastrería”. Sara no recuerda haber sufrido en carne propia episodios de antisemitismo, aunque el aire ya se respiraba “Mi mejor amiga era una polaca cristiana, vivía en el mismo edifico y me llamaba tocando el piano. Yo no sentía el antisemitismo, pero escuchaba que mis padres hablaban de un tío y un primo hermano que viajaron a la Argentina ya que estaban teniendo problemas con polacos antisemitas”.
Todo cambiaría al poco tiempo. El 1 de septiembre de 1939, la radio de los Laskier anunció la invasión nazi a Polonia, y el miedo se apoderó de la comunidad judía de Polonia. Al poco tiempo, Sara comenzaría a experimentar en carne propia que significaban los comentarios que había oído. “Unos años atrás, notando que yo tenía un muy buen oído, mis padres me compraron un violín, con el cual yo practicaba seguido. A los pocos días de que los nazis entraran a Lodz, unos oficiales ingresaron a mi casa y vieron el violincito, que estaba sobre la mesa. Uno de ellos preguntó quién tocaba el violín, a lo que mi madre, toda orgullosa, respondió que era su hija. ‘¿Ah sí, te gusta el violín?, me preguntó, y cuando le respondí que si, lo tomó y lo reventó contra la mesa. Esa fue la primera impresión que tuve de ellos, y entendí quienes eran y que querían de nosotros”.
Poco tiempo después los Laskier, al igual que todos los judíos polacos, portaba en sus ropas el Maguen David amarillo, tenían prohibido caminar por las veredas, y eran objetos de agresiones físicas y verbales. Para 1940, Jacobo, Carola, que estaba embarazada y Sara fueron obligados a trasladarse al guetto judío, por lo que toda la familia debió abandonar su hogar para residir en un pequeño cuarto. “Cosimos unas pletzaki, unas mochilitas, y pudimos llevar solo un poco de ropa. Creo que ya no pensábamos, actuábamos de forma automática”. Desde la ventana de la nueva casa, se podía observar el alambre de púas que cercaba al guetto, así como a los nazis apostados que vigilaban con sus escopetas. Jacobo comenzó a trabajar como sastre, al igual que Sara, que ya había aprendido los secretos del oficio. “Eran momentos muy dramáticos, teníamos que trabajar forzosamente, y yo lo hacía en una fábrica de sombreros, pero en doble turno, para poder recibir más cartas para retirar pan y verduras, ya que necesitaba ayudar a mi madre, que no podía trabajar a causa de su débil estado”.
En su casa, Carola sostenía con todas sus fuerzas el embarazo. El nacimiento del bebe fue la primera alegría para toda la familia, y para Sara, que desde siempre le había pedido a su madre un hermanito, también un sueño cumplido. Pero a los pocos días comenzaría la primera de sus dolorosas luchas. “Era un nene hermoso, pero mi madre estaba muy enferma y débil y no tenía para darle leche, por lo que yo me dirigía a las filas de mujeres embarazadas que podían recibir un poco más de leche. Me levantaba a la cinco de la mañana, no había nadie en la calle ya que estaba prohibido caminar a esa hora, y tenía mucho miedo de que me maten, pero quería recoger un poco de leche para mi hermanito”. Sin embargo, al ver a la pequeña Sara en las filas, los nazis la sacaban, por lo que nunca lograba llevar a su casa el tan necesario alimento para el bebe. “A los tres meses, mi hermanito murió. Era hermoso, y nunca me olvidé de él, porque fue el hermanito deseado durante toda la vida”. Al año siguiente, su madre volvería a quedar embarazada, pero los nazis asesinarían al bebe apenas nacido.
El guetto era dirigido por el Judenrat, es decir el gobierno judío que debía obedecer a los nazis. Al frente estaba el profesor Runcovsky, un pedagogo que había dirigido un orfanato, educando y brindándole a los jóvenes les daba una salida laboral “Sobre todo, se ocupaba de que sean gente de bien. Desgraciadamente, mientras dirigió el Judenrat debió de hacer cosas terribles, obligado por los nazis”, cuenta Sara.
Uno de los chicos que habían estudiado en el orfanato, era Bernardo Rus, un joven de 26 años que vivía a pocos metros de la casa de Sara. Jacobo solía conversar con él en la calle, y un día lo invitó a comer su casa. “A mi padre le gustaba charlar con gente inteligente y muy leída, y un domingo le propuso venir a casa para seguir charlando y comer todos juntos”. Y tal como lo dirá Sara, “También en ese tiempo, hubo una historia de amor”. El flechazo fue mutuo e inmediato, pese a que ella contaba con solo 14 años. “Yo igualmente ya tenía la vida de una adulta. Igual, mis amigas se mataban de la risa por la diferencia de edad, pero yo estaba completamente enamorada de Bernardo, era un muchacho muy preparado, un poeta, que escribía como nadie. Empezamos a vernos y en una oportunidad el me contó que también había leído mucho sobre Argentina, donde estaban mis parientes, y me dijo que cuando termine la guerra podríamos ir ahí”. Por si para entonces no estaban juntos, Bernardo le anotó el tiempo y lugar: el encuentro sería en la puerta del edificio Kavanagh, y en una fecha fácil de recordar, el 5 del 5 del 45. Aquél día, no ocurriría el reencuentro, pero la fecha sería igualmente crucial en su vida.
Descenso a las fauces
Mientras, la vida se tornaba cada vez más dura en el guetto. Cada tanto, Sara y su familia veían que grupos de niños y gente débil eran trasladados hacia los trenes, con destino incierto. Una madrugada de 1944, les llegó el turno a ellos, al ser convocados a la terminal de tren con la excusa de dirigirse a un trabajo. Entre golpes y burlas, fueron amontonados en vagones de madera, en los que había solo un balde para las necesidades de todos los que viajaban. El largo y tortuoso viaje finalizó en Auschwitz-Birkenau. Al bajar, fueron separados por sexos, y ni Sara ni nadie sabría nada más sobre la existencia de Jacobo. Pero ella, que ya era una mujer de 17 años, no estaba dispuesta a que los nazis le sigan arrebatando a su familia. Al ser separada de su madre en la primera formación de filas, decidió intervenir. “Nos pusieron en filas distintas, y yo vi que en la de mi mamá no había mujeres de buen aspecto, por lo que me acerqué a un oficial alemán y le dije ‘me sacastes a mi mamá’. Lo primero que me respondió fue que como me había atrevido a acercarme, pero increíblemente luego me preguntó cuál era mi madre, y me dijo que la vaya a buscar”. Sería la primera vez que Sara desafiaría a los nazis, pero no la última. “Cuando más cerca estaba de la muerte, más me salvaba”, reflexiona.
Ella y su madre fueron desvestidas y entraron a galpones que portaban carteles con la inscripción “Un piojo, tu muerte”. “Allí me cortaron el pelo, y luego me tiraron a un lugar lleno de vapor. Empecé a gritar por mi madre, y me acerqué a una viejita que estaba sentaba al lado del portón, para preguntarle si no había visto a mi mama, a lo que me respondió ‘soy yo’. No la había podido reconocer, así flaquita y pelada”.
Juntas, fueron confinadas a las barracas de cemento, en las que un murmullo equivalía a una golpiza por parte de los kapos checoslovacos, húngaros, y también judíos. Todos los días se seleccionaban mujeres, que partían con destino desconocido, mientras gruesas y oscuras nubes sobrevolaban el campo.
Al cabo de un mes, fueron subidas a unos vagones y aparecieron en la ciudad alemana de Freiberg. Fueron conducidas hasta la fábrica de aviones Fraia, donde les dieron una ropa algo más digna y les asignaron un catre en habitaciones de veinte mujeres. “Ya recibíamos algo mejor para comer, porque estábamos en la categoría de prisioneras trabajadoras. Mi trabajo era unir alas de avión con una pistola de aire, que era más pesada que yo, al punto que un día se salió la manguera de aire y me tiró al piso”. Los ingenieros que conducían la fábrica, se compadecieron de algunos prisioneros y les empezaron a dar, a escondida de los nazis que vigilaban, un poco más de alimento. A Carola, la madre de Sara, le asignaron una ocupación que no tenía sentido productivo, pero que le permitía permanecer en la fábrica. “De esta lugar no puede haber salido ningún avión, sonríe Sara, no podíamos hacer nada, no teníamos fuerza”.
Pero una noche, un riel mal ubicado hizo caer a Sara de espaldas al suelo. Fue trasladada toda ensangrentada a una habitación, en la que apareció una médica rusa. “Era igual a los nazis, me operó, sin anestesia en el piso, como a un animal. Las enfermeras lloraban, pero tenían prohibido ayudarme, por lo que tuve que ir arrastrándome hasta mi cama”. Al poco tiempo, llegó el oficla nazi que dirigía la vigilancia de los prisioneros, y con sorna le preguntó si creía que el haberse provocado un accidente la iba a salvar del trabajo. “Me agarró la locura, y le dije, tiene razón, me lo hice a propósito, pero no pensé que perdería tanta sangre”. El oficial le clavó la mirada y salió dando un portazo. Todas las compañeras de Sara comenzaron a gritar, temiendo también que la venganza fuese colectiva, y descontando que en poco tiempo Sara sería asesinada. “A mi igualmente ya no me importaba mas nada. A la media hora, vino la subalterna de este oficial, con una porción de comida diciéndome que el oficial me deseaba una pronta recuperación. Años después, una psicóloga me dijo que los nazis no estaban a acostumbrados a que se les rebelen, y mucho menos una nena, por lo que no tenían capacidad de respuesta frente a una situación así”. Luego de su recuperación, Sara fue asignada a la cocina, desde donde aprovechaba para sustraer alimentos y llevárselos a su madre y a sus compañeras. “Una papa cruda era tocar el cielo con las manos, era una inyección de vida”.
Mientras, los aliados estaban cercando al régimen nazi, que para 1945 se replegaba cada día más. El clima se percibía incluso en la fábrica, hasta que un día de abril se realizó el traslado de todos los trabajadores prisioneros a Austria. Al llegar a la estación, debieron formar para iniciar una marcha de la muerte de varios kilómetros hacia el campo de concentración de Mauthausen. Carola, ya sin fuerzas, se dejo caer, mientras el grupo se alejaba. Sara se acercó, y a los poco minutos llegaron dos alemanes, uno de los cuales le dijo al segundo que se lleve a la chica, ya que él se encargaría de la mujer. “Me quedé ahí y les dije que no, que primero me mataran a mí. De repente apareció otro alemán, que no era oficial nazi, y les dijo a los otros que se vayan, que él se iba a ocupar. Me dijo que busque agua en un arroyo cercano, tras lo cual le di de tomar y acaricie a mi mamá, con lo que ella logró empezar a caminar despacito y pudimos llegar, últimas, al campo. Yo siempre arriesgaba, y en la Argentina también arriesgué”.
Una vez en Mauthausen, fueron confinadas a barracas atestadas de personas, muchas de ellas ya muertas, pero el rumor de que los aliados estaban llegando para liberar el campo corría de boca en boca. Una noche, todos los oficiales nazis desaparecieron y al cabo de un tiempo entraron los aliados. Era el 5 del 5 del 45. No se estaba reencontrando con Bernardo, pero sí con la vida.
De regreso a la vida
“El mismo campo se organizó la enfermería. Me pesaron y no tenía más que 26 kilos, éramos todos esqueletos, los médicos norteamericanos decían que me pongan contra el sol para que me revisen, sin necesidad de radiografías. Estuve tres meses estuve prostrada por un reuma infeccioso, pero mi madre logró recuperarse rápidamente y pudo volver a cuidarme, cocinándome comidas ricas y nutritivas”, cuenta Sara, para quien aquellos tiempos son recordados como un “empezar a vivir, con sensaciones lindas, después de muchos años”.
Una mañana, los altoparlantes la sorprendieron con un curioso mensaje. Pedían que “Sarenka” se presentara en las oficinas pues tenía carta de Polonia. Al llegar, Sara quedó tiesa: se trataba de Bernardo, quien había entrado en contacto con una mujer que había sido compañera de Sara en Mauthausen y le escribía para decirle que la aguardaba en Lodz. Esas palabras, fueron las que les hicieron rechazar el ofrecimiento de un comando de la Agencia Judía para emigrar a Palestina.
Instaladas en la casa de un conocido del guetto, Sara comenzó a buscar a Bernardo. Pero no sería tan sencillo. La carta había tardado mucho en llegar a Mauthausen, y durante ese periodo, Bernardo había sido traslado por el ministerio polaco en el que trabajaba hacia la ciudad de Katowice. Sara no vaciló, debía ir en su búsqueda, incluso frente a los pedidos de su madre para que no se separasen. “Yo era bonita, y tenía solo 18 años, por lo que muchos hombres me pretendían, porque además habían perdido sus familias y querían formar una. Pero yo solo tenía corazón para Bernardo, por lo que me decidí y tomé un tren para dirigirme a su ciudad”. Al llegar, se dirigió a un movimiento juvenil judío, donde le dieron albergue y la ayudaron a buscar a su amor. “En realidad, a quien primero encontré fue a Nietek, su hermano, quien me dijo que a Bernardo lo habían traslado a la ciudad de Kolobrzeg, pero que podía ir a su casa para hablar con él por teléfono, ya que me había esperando todo este tiempo”. Desde el tubo, pudo oír como caían sillas y se arrastraban mesas mientras Bernardo corría a atender el teléfono que le había pasado la recepcionista. Del día posterior, lo que más recuerda Sara era su miedo y palidez extrema, antes de fundirse en un interminable abrazo, frente a las lágrimas de todos los presentes.
La pareja regresó a Lodz para reencontrarse con Carola, tras lo cual un conocido los casó en una intima ceremonia realizada en la morada de su madre. Al poco tiempo, los tres partieron a vivir a la casa que Bernardo ocupaba por su trabajo, pero con la idea fija de salir del clima de violencia que todavía permanecía en esas zonas polacas. Así, cruzaron a una ciudad alemana que estaba bajo gobierno norteamericano, donde residieron por algunos años en un campo de refugiados del ejército norteamericano, en el que Sara trabajó en la cocina para luego destacarse interpretando obras clásicas, y Bernardo como madrij de una colonia para los chicos. Según Sara, aquellos dos años que transcurrieron entre el 46 y el 48 fueron buenos momentos, con visitas seguidas a Berlín para disfrutar de su vida cultural.
Argentina, sin embargo, seguía en el horizonte.