En el libro que publica Norma, Tarnopolsky narra la pérdida de sus padres y hermanos, víctimas de la dictadura, y su búsqueda de justicia. Betina sin aparecer se presenta mañana, a las 19, en el Parque de la Memoria, Costanera Norte.
–¿Y si a ustedes los agarran, qué hago? –le pregunté en la última conversación que tuvimos.
Tomábamos café en un bar de la calle Uruguay entre Tucumán y Viamonte. Yo estaba “levantado” de casa desde principios de junio cuando “chuparon” a Patricia. Historias comunes en la Argentina de esos años. Historias de desapariciones, de penas, de horrores.
–Si a nosotros nos agarran, vos te escondés.
–¿En una embajada, como hizo el tío Jean en Chile?
–No, hijo, acá es distinto. No sé, vos te escondés, te las vas a arreglar.
Cuando se llevaron a Patricia, prima de mi papá, compañera de militancia y muy amiga de Sergio –mi hermano mayor–, mis viejos tuvieron miedo de que vinieran a casa a buscarlo y que se llevaran a alguno de nosotros. Fue entonces cuando mi viejo me pidió que me buscara otro lugar donde estar.
Yo había terminado el secundario el año anterior y estudiaba Musicoterapia. Había cumplido dieciocho años, trabajaba en un jardín de infantes como ayudante, lo que me permitía pagar mis gastos y tener cierta independencia. Aunque todavía no podía irme a vivir solo, me sentía un adulto.
Levantado de casa, acogido clandestinamente por amigos, seguía con mi vida normal, digamos. Veía a mis padres cada dos o tres días. Dejaba la ropa sucia y me iba con una muda y plata si necesitaba. Betina, mi hermana menor, estaba en la escuela secundaria y militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). Era demasiado chica como para irse sola por ahí a lo de algún amigo, pero también había que sacarla de casa, así que se fue a vivir a lo de mi abuela materna, None, la única que aún teníamos. Corría junio del ’76. La dictadura militar aterrorizaba el país desde marzo: había cada vez más personas que eran secuestradas de su casa, detenidas en los trabajos o acorraladas en plena calle por grupos de hombres armados no identificados, o por la policía, como hicieron con Patricia. Se empezaba a saber de la desaparición de jóvenes y de la posterior desesperación por la ignorancia de su paradero. Desapariciones. Nadie pensaba entonces que se podrían llevar a los padres de alguien buscado, sólo por ser sus padres.
Búsquedas, interminables búsquedas. Fueron semanas terribles. Vivíamos con la angustia del día siguiente, de la noche. Cada mañana me decía a mí mismo: “No pasó nada esta vez, sigo libre”. A medida que pasaban los días, nos íbamos calmando porque pensábamos que el peligro se alejaba, que la relación entre Patricia y nosotros se desvanecía. Nuestra casa familiar estaba casi vacía (...)
La que peor lo pasaba era mi madre. Tenía el consultorio en casa y sus días transcurrían entre los pacientes y nosotros. Era psicopedagoga, trabajaba mucho, entre entrevistas, cursos y alumnos, no paraba. Le gustaba cocinar, hacer tortas o postres para recibirnos y, en tiempos normales, cuando tenía un rato tomábamos la merienda juntos, conversábamos sobre las novedades del colegio y siempre se armaba una discusión con mi hermana. Claudia trabajaba con retiro y mi padre pasaba el día en la oficina. Familia con historias simples.
Una tarde, ya entrado el mes de julio, fui a Peña con mi bolso de ropa sucia y encontré a mis viejos juntos.
–¡Daniel! –exclamó mi mamá al borde de las lágrimas–. Vos estás en lo de Mirta, ¿no? –me preguntó con desesperación.
Quería saber dónde dormía, qué hacía, si estaba bien. Pero antes de que pudiera contestarle, mi papá le gritó que se callara.
–¡Y vos no digas nada! –clamó dirigiéndose a mí.
Nunca antes lo había escuchado hablar así. Su oscura barba candado temblaba, las bolsas bajo sus ojos se habían hinchado hasta casi reventar. De golpe lo vi agigantado por la determinación.
–¡Se callan los dos! –mi viejo, por enésima vez en esas semanas, me salvó.
–Tranquila, mami, estoy bien. Pero no preguntes, no quieras saber.
Lloraba la vieja, deshecha, aterrada.
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