Rosa Roisinblit, con más de 90 años sobre sus espaldas, lleva un interrogante que, aunque parezca menor, para ella es importante: no sabe por qué su comunidad, la judía, nunca valoró su trabajo a favor de la defensa de los Derechos Humanos. Inexplicable, y no sólo para ella.
Rosa Roisinblit fue declarada ciudadana ilustre de la ciudad de Rosario; reconocida por la Legislatura porteña y organismos nacionales; integrante de Abuelas de Plaza de Mayo como vicepresidenta y de la Asociación de Familiares de Desaparecidos Judíos de la Argentina; y recibió el primer doctorado Honoris Causa otorgado el año pasado por el Consejo Académico de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.
A pesar de estos galones y trayectoria, con su particular estilo pausado (pero no por eso menos certero) me interroga: - Dígame, ¿por qué le parece que a pesar de que soy reconocida por mi trabajo y militancia en Abuelas, la comunidad judía nunca me tiene en cuenta, por qué no me considera?
No pude responderle, no tengo respuestas para este acto de incomprensible injusticia con la responsable de la confección final de la lista de niños de origen judío apropiados durante la época de la dictadura que maneja Abuelas de Plaza de Mayo.
Le prometí, sí, escribir este artículo. Y me propuse hacerlo como me saliera, de una tirada, sin pensarlo demasiado porque lo pretendo tan auténtico e instantáneo como su dolor, que por instantáneo no es nuevo sino que proviene desde que la echaron como a un perro de la DAIA cuando fue a denunciar la desaparición de su hija Patricia.
“Mi hija fue secuestrada el 6 de octubre de 1978 e inmediatamente fui a la DAIA. Estaba muy ansiosa y a los ocho o diez días fui de nuevo. Me derivaron a un abogado que estaba sentado en una oficina con los pies sobre su escritorio, leyendo un libro. Prácticamente me echó los perros”, recordó Rosa hace un tiempo en una entrevista publicada en Nueva Sión.
Debido a este maltrato, y porque decidió no quedarse sentada, recurrió al rabino Marshall Meyer, quien -entre otras cosas- le aconsejó recurrir “a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Allí me atendió el doctor Alfredo Galetti, quien me aconsejó que fuera a su casa -al día siguiente- porque iba a ir un grupo de Abuelas de Plaza de Mayo”.
Así comenzó una nueva etapa en la vida de Rosa, definitiva, única y transformadora.
“El grupo fue tan cariñoso conmigo y yo estaba tan sola sin saber qué hacer que iba a quedarme en ese grupo. Y acá estoy todavía”, confiesa como en un acto de reafirmación amorosa.
A principios de este año me llamó y me dijo con dolor y cierta desazón: ¿Usted sabe que en la Universidad de la Patagonia me entregaron un doctorado Honoris Causa por mi trayectoria en defensa de los Derechos Humanos?
Y continuó con su reflexión: ¿Por qué, al regresar de Trelew tenía sobre mi escritorio, en Abuelas, una carta de felicitación de la comunidad armenia y nunca recibí una salutación de la comunidad judía, mi comunidad?
Le dije que no podía darle una respuesta por la dirigencia, sólo podría escribir estas líneas para que se sepa lo que, parece, no quieren enterarse.
El discurso de Rosa en Trelew fue emotivo y certero al corazón de la dictadura porque desnudó el siniestro objetivo del terrorismo de Estado: “Borrar la verdadera existencia de nuestros nietos cambiándoles la familia, borrando su origen, su nombre, su historia, anulándole la identidad. Niños y bebés fueron brutalmente separados de sus padres y llevados a destinos desconocidos ingresando en la categoría de desaparecidos y a una forma inédita de nueva esclavitud”, explicó.
Y agregó: “Ante lo perdido, lo padecido y lo irreparable, proponemos la memoria colectiva. Exigimos verdad y justicia por lo absurdo, lo irracional y el accionar criminal”.
Con más de 90 años, Rosa mantiene una lucidez implacable de la que muchos dirigentes de esta comunidad judía de la Argentina deberían aprender.
Roisinblit fue escuchada en muchos ámbitos nacionales e internacionales, pero nunca en un espacio comunitario local apropiado. Podríamos aprender mucho de ella, y sería bueno reconocerlo, y reconocerla, más temprano que tarde.