El escritor israelí David Grossman, que perdió a su hijo en el conflicto con los palestinos, vuelve con una novela conmovedora y un personaje inolvidable: Ora, una madre que lucha contra la irracionalidad de la guerra. Entrevista exclusiva en Madrid y anticipo de La vida entera.
El dolor visitó a David Grossman en su versión más siniestra el 12 de agosto de 2006. Ese día, su hijo Uri, soldado del ejército israelí, murió a los veinte años en una operación militar, cuando su tanque de guerra sucumbió ante la potencia de un misil enemigo. El insoslayable antes y después abierto por aquella explosión lo puso cara a cara frente a Ora, la protagonista de su última novela, La vida entera (Lumen), que el mes que viene se distribuye en la Argentina y que había comenzado a escribir tres años y tres meses antes del hecho que partió su vida en dos. Entonces, el escritor encontró que esa madre judía, a la que le había prestado sus ojos y su voz, merecía aún su admiración. No había en ella lugar para recelos ni lamentos, a pesar de que había decidido dejar su hogar porque presentía que, si permanecía allí, recibiría la noticia de que su hijo Ofer, también un joven soldado, había muerto en combate.
A partir de ese momento, los destinos de autor y personaje comenzarían a coincidir. Ambos peregrinarían: ella, para evitar el dolor y él, en un esfuerzo por combatirlo. "Nunca pensé en abandonar el libro, porque escribir es mi manera de mantenerme vivo, de entender qué es mi vida y qué es lo que me pasa", dice Grossman, de visita en Madrid, adonde llegó para presentar su novela. El curso de la historia original no se vio desviado tras la muerte de su hijo, cuenta, aunque el relato, sin embargo, fue teñido por la nueva "caja de resonancia" que se impuso en su escritura tras la pérdida de Uri. "Después de que sucedió la catástrofe de mi hijo, viví un exilio de mi mundo conocido. Desde ese momento, nada fue igual, nada se dio por hecho como se daba antes... y todo, a la vez, pasó a ser nuevo. El hecho de crear nuevos personajes e insuflarles vida a cada uno de ellos y sus situaciones fue para mí optar por sentirme vivo de nuevo", afirma. Sin embargo, descarta que las eventuales correspondencias entre la estrategia de Ora y su propio modo de afrontar el dolor supongan necesariamente un elemento autobiográfico en el libro. "Más allá de que siempre escribimos sobre lo que nos pasa, en este caso mi novela es una obra artística -dice-. Y debe ser juzgada así, ni más ni menos."
Ambientada en junio de 1967, en las trágicas jornadas de la Guerra de los Seis Días, en la que se enfrentaron Israel y una coalición de países árabes, La vida entera se centra en el viaje de Ora, que se lanza sin rumbo fijo por los campos que circundan Jerusalén porque tiene la corazonada de que su hijo Ofer seguirá con vida mientras ella se encuentre en el camino. Pero el escritor israelí, considerado una de las grandes plumas contemporáneas de su tierra junto con Amos Oz y A. B. Yehoshua, prefiere incluir a otros personajes al describir el argumento de su novela: "Construí esta historia a partir de una trilogía de personajes compuesta por Ora, un hombre enigmático llamado Abram y otro no menos misterioso, Ilan. Y si bien Ora es quien lleva la mirada del relato, nada sería válido ni tendría la profundidad necesaria para entender el vínculo con su hijo Ofer si no hubiesen existido Abram e Ilan, quienes, desde ya, son algo más que espejos del sentimiento de la madre".
Este intelectual pacifista insiste en que la composición de su personaje principal provino de la observación de personas de carne y hueso. "Ella es una típica habitante de Israel: intuitiva, directa, con un gran temperamento que a veces le juega malas pasadas y políticamente afecta a los extremos, ya sea de derecha o de izquierda. Conozco a muchas mujeres así. Y, desde luego, también a muchos hombres", afirma.
-¿Qué lo impulsó a escribir La vida entera ?
-En este libro intenté explicar de manera general y en un nivel, digamos, panorámico, las diferentes cuestiones de un conflicto que nos mantiene enfrentados con los palestinos desde hace décadas. Pero también domina la obra una mirada más específica sobre el funcionamiento de una familia. Y el libro, en definitiva, es eso: la combinación de una historia a gran escala y otra a escala menor, aunque igualmente importantes las dos para la explicación de un fenómeno general.
-¿Qué entiende usted por familia?
-Siempre la he considerado el gran drama de la humanidad. Las vivencias, los hechos y las acciones más importantes de los seres humanos no suceden jamás en palacios presidenciales, castillos o parlamentos, sino en las cocinas, los comedores y los cuartos de los niños. Por eso busqué en esta historia mostrar la intimidad y la vulnerabilidad del funcionamiento familiar, que parte de un hombre y una mujer que fabrican a otro ser humano desde el pensamiento, primero, y desde sus cuerpos, después. Según mi punto de vista, en los rasgos y en la vida de un hijo se puede ver el resultado de la batalla entre los deseos y los pensamientos de sus padres.
-Buena parte de la novela progresa mediante diálogos.
-Los diálogos son una constante en mi obra y me encantan por un principio filosófico. Fue uno de los primeros recursos literarios que aprendí en mi infancia. Lo he usado desde los nueve años, cuando participaba como actor en un programa de radio y empecé a escribir los guiones. Los diálogos son el motor de mis relatos. En el caso de este libro, hay también un segundo motor: el tema de la unidad ante la adversidad. Esta idea surge de mi propia experiencia. Durante la guerra de 1967, tuvimos que dejar de utilizar cualquier tipo de artefacto eléctrico. Así, no había luz, porque debíamos evitar cualquier señal que les facilitara el bombardeo a los aviones enemigos. Toda Jerusalén estaba a oscuras. Yo, siendo niño, ya sentía esa sensación de no estar seguro de si estaría vivo al otro día, porque nosotros no sabíamos que nuestro ejército era tan fuerte y que los árabes eran tan débiles. De hecho, estaba convencido de que los árabes eran una superpotencia... y eso nos daba un fuerte sentimiento de unidad. No por nada la historia comienza con los tres personajes en una situación de aislamiento.
-Desde el punto de vista de su construcción literaria, ¿este libro es diferente de sus obras anteriores?
-Considero que esta obra se desprende del resto de mis libros. Todos ellos, aunque cada uno de un modo diferente, abordan la historia y la realidad de mi gente. Yo he escrito sobre el Holocausto y sobre el conflicto entre israelíes y palestinos, por ejemplo, pero en el fondo me he mostrado particularmente atraído por la naturaleza del ser humano, qué significa ser hombre o ser mujer, cuál es el sentido de amar, de ser padre o ser madre. Mi trabajo consiste en tratar de entender todas estas cuestiones, para las que no siempre hay respuestas.
El amor hacia su país pero también ciertas actitudes de su propia gente y las decisiones tomadas por las autoridades son preocupaciones que Grossman suele reflejar en sus libros. Su intransigente búsqueda de la paz le ha significado varios desencuentros con los sectores más nacionalistas de Israel. También, el reconocimiento por haberse convertido, junto con Oz y el músico argentino-israelí Daniel Barenboim, en una de las figuras más comprometidas de su país en la superación de los conflictos armados. De hecho, tampoco duda en alinearse con Barenboim en una polémica afirmación que el músico pronunció en 2004, referida al pueblo judío: "No podemos repetir todo el tiempo que venimos del Holocausto".
-No debemos olvidar la Shoá -dice-. Así nos lo han enseñado a mi generación, que es la primera que fue educada con posterioridad al Holocausto, y nosotros tenemos que seguir transmitiendo eso a nuestros descendientes, en memoria de esa atrocidad. Sin embargo, no estoy de acuerdo en que toda nuestra identidad deba estar construida en relación con el Holocausto, y menos me gusta que estemos detenidos en una postura de eternas víctimas. Esta actitud puede ser peligrosa. Se puede interpretar que, por sentirnos siempre víctimas, no encontramos la paz interior que necesitamos para poder convivir con los palestinos.
-En su libro de ensayos Escribir en la oscuridad, usted apuesta a un "conocimiento profundo del otro" para superar las diferencias entre países. ¿Cree que esto se puede aplicar en la práctica?
-Sí, esto es totalmente aplicable a nuestra realidad. Al que consideramos enemigo hay que tratarlo, en rigor, como una persona, una sociedad o un pueblo que es distinto de nosotros, de nuestros miedos, esperanzas y creencias. En el caso de los palestinos, como dije una vez en un discurso público, también hay que dejar de verlos como sujetos que están parados detrás de una valla, y más aún, como un blanco que se dibuja detrás de la mira de un fusil. Sólo así Israel dejará de ser visto como un enemigo y pasará a ser considerado un vecino. Como siempre debió ser y nunca fue, porque nunca tuvimos paz.
-¿Qué opina de la tendencia de algunos gobiernos y países de considerar a Israel como un nuevo tirano del siglo XXI?
-Ése es otro error, sin duda, que parte de una falsa analogía: los israelíes esclavizan a los palestinos del mismo modo en que la Alemania nazi lo hizo con nosotros. Pero Israel no está ocupando los territorios palestinos porque considere que los judíos son parte de una raza superior a la árabe, sino porque en 1967 los árabes quisieron exterminarnos por medio de las armas... Hasta que nos impusimos en esa contienda y nos encontramos con que nosotros habíamos pasado a ser los ocupantes de sus tierras...
-... y los dominadores.
-Sí, por eso yo creo que nuestro gran error fue no terminar de inmediato con esa ocupación. Israel se acostumbró a esa situación de control y de monitoreo de las vidas de los palestinos. Sería bueno terminar con eso cuanto antes. No obstante, insisto: no hay punto de comparación con la Shoá, esa analogía es simplemente inaceptable.
-¿Qué deben resignar Israel y Palestina para cerrar las heridas?
-Las claves de la solución ya existen. Yo creo que cada palestino y cada israelí ya sabe qué debe hacerse para hallarla. Las claves, sin duda, están en la retirada de los asentamientos y en acordar una clara división de los territorios que pertenecen a cada uno. En el caso de Jerusalén, todo parece indicar que se tiende a una división en barrios judíos y barrios palestinos, aunque sin la posibilidad de regreso para los cientos de miles de palestinos que reclaman volver a Israel, dado que después de más de 40 años de haber considerado a mi país como el demonio, tal regreso simplemente desintegraría a Israel. La solución, entonces, será de una justicia imparcial, pero nunca absoluta, porque no existe.
-¿Confía en que vivirá para ver este conflicto superado?
-El acuerdo y la paz pueden alcanzarse en meses, años o décadas, aunque en buena medida todo depende de que tanto los israelíes como los palestinos tengamos líderes valientes y decididos. Por desgracia, esto no se ha dado en los últimos tiempos, ya que no hemos sido bendecidos con dirigentes de estas características, sino que hemos tenido líderes que por mucho tiempo han fomentado el temor y la ansiedad de la gente.
-¿Imagina a un Israel no signado, al fin, por la guerra?
-Claro que sí, y por eso también sé que la ocupación de los territorios palestinos es insostenible. Al estar en una situación de conflicto permanente, Israel obstaculiza el desarrollo de una identidad de país espiritual. Estamos privados de esa posibilidad porque son demasiadas las energías que estamos destinando a mantener abiertas las heridas. La vida que estamos llevando adelante no es natural, ya que la guerra distrae y empequeñece cualquier posibilidad de grandeza. El país va a estar listo para vivir su vida como nación en plenitud sólo cuando el conflicto termine.
-¿Cuál sería la verdadera identidad del Estado de Israel, la que está oculta por los enfrentamientos?
-Los conflictos están enraizados en nuestra identidad, que de por sí es muy complicada y contradictoria. Como siempre digo, debe de ser muy difícil ser primer ministro de Israel, ya que tiene seis millones de opiniones diferentes acerca de cómo debería ser el país y qué actitud debe tener ante el mundo. Pero sólo cuando alcancemos la paz y podamos mirar hacia adentro, podremos empezar a sentirnos seguros acerca de nuestro futuro y nuestras chances de vivir y no ser más que meros sobrevivientes de atentados terroristas y bombardeos. El tiempo de ser sobrevivientes se está agotando, ahora hay que pasar a vivir como en un país normal. Si queremos desarrollo, necesitamos paz; ésa es la única opción que nos queda.
?¿Qué lo llevó a transformarse en un activista en favor de la paz?
-Creo que mi historia personal, pero yo se lo adjudicaría también a que me tomo lo que siento muy en serio. Sé que tengo fama de escritor comprometido, a mí me sale naturalmente, quizá porque veo cómo este conflicto está afectando e infectando mi vida y nuestra vida como nación. Cuando veo el terrible precio que pagamos todos, siento la necesidad de encontrar mi lugar en esta realidad. Hay que tener en cuenta que, en una realidad tan difusa y confusa como la de Israel, lo primero que manipulan el gobierno, el ejército y los grupos de poder es el lenguaje. Por eso mismo, lo que podemos hacer los que pensamos de un modo diferente es tratar de ganar protagonismo, para que nuestras palabras de paz y unidad no sean tergiversadas.
-¿Considera que el pacifismo ha perdido demasiadas batallas ya en ambos lados?
-Hace ya casi cien años que estamos enfrentados. Los que nos consideramos pacifistas hemos tenido muchos reveses, es cierto, y esto se debe en parte a que somos un país con 62 años de existencia que aún no ha definido con claridad sus fronteras. Eso hace que otros países se sientan animados a discutir esos límites y que prácticamente en cada década hayamos tenido un nuevo conflicto. Es difícil ser pacifista en estas condiciones pero no hay que dejar la causa, porque no hay otro camino ni otra solución que la de la paz. Si la guerra se extiende, siempre existe el riesgo de que Israel se sienta cada vez más acosado y que, en consecuencia, se agiten los fantasmas del nacionalismo y hasta la xenofobia.
-¿Faltan más pacifistas en Israel?
-Más que un problema de cantidad, es un problema de ausencia de presión sobre el gobierno para que cumpla con todos los acuerdos que solucionarían esta delicada cuestión. De hecho, yo creo que los últimos gobiernos que hemos tenido han desplegado insistentemente una postura mucho más radicalizada que la que tiene el común de la sociedad. La gente vive en una sociedad más compleja y diversa que la que sus políticos proclaman. Una prueba de esto, por ejemplo, es que hay un veinte por ciento de palestinos que son israelíes. Y esa manera de actuar, de soslayar información tendiente a la unidad para exaltar la división, corroe los ánimos de muchos que, de no estar expuestos a la inflamación instigada desde el poder, serían naturalmente pacifistas.
-¿El hecho de que tanto la israelí como la palestina sean sociedades que se han caracterizado por su apasionamiento es una dificultad o una ventaja con vistas a una eventual reconciliación?
-A simple vista, parece una desventaja... pero cuando la solución sea alcanzada, va a ser un puntal de la unión. La velocidad que ambos tenemos para sentirnos humillados e insultados ante la menor provocación nos lleva, indefectiblemente, a abonar en forma permanente nuestra autodestrucción. Pero por otra parte, el hecho de compartir una misma manera de ver la vida, de enojarse e, incluso, de contar con un sentido de la ironía, además del humor sutil y desarrollado que hay en ambas sociedades, hace pensar que, cuando la paz se alcance, la convivencia quizá pase a ser un estado natural de los ciudadanos comunes y no un esfuerzo implantado desde el poder.
-¿No supone, entonces, que la paz será frágil... por lo menos al principio?
-Por supuesto que sí, será frágil, y más teniendo en cuenta que los miembros fanáticos y ultranacionalistas de las comunidades palestina e israelí no van a querer ceder su lugar, por lo que en un potencial escenario de paz el riesgo de agitación va a ser sin duda una constante en la vida cotidiana. Todo dependerá de la forma como se vuelva a educar a estos sectores que crecieron en un contexto donde la violencia era sostenida por los sucesivos gobiernos como un medio válido para imponer la voluntad sobre el otro, más allá de que también fue naturalizada por nuestra cotidianidad. Pero la única manera de neutralizarlos será transformar a la gran mayoría de los ciudadanos en guardianes de la paz. Esto no va a ser fácil, pero tampoco resultará imposible. Hoy se percibe que la mayoría de la gente quiere dejar atrás el conflicto, aunque no se comparta el modo propuesto para solucionarlo.
-En su libro, el personaje de Ora necesita de Abram para salir adelante... ¿No es ésta una metáfora de que Israel necesita también de la ayuda de otros países y culturas para lograr su estabilización y desarrollo?
-Creo que necesitamos, en forma urgente, diría, ser ayudados por el exterior, siempre que sea de una forma responsable. Con esto me refiero a que no nos hace bien un apoyo como el del gobierno de George W. Bush, que trataba a Israel como una potencia militar que debía ser constantemente reforzada. Trataba un problema que involucraba a dos partes como si hubiera habido sólo una. El conflicto palestino-israelí no es un partido de un Mundial de Fútbol, donde se debe apoyar a un equipo e hinchar en contra del otro. Aquí la resolución de la situación pasa por apoyar a dos bandos. Porque los necesitados, insisto, también son dos.
-Entonces Ora, esa mujer tan sensible que es el eje de su historia, ¿busca de algún modo reflejar a Israel?
-Puede resultar curioso, pero aunque yo no la concebí con esa intención, los lectores, especialmente los no israelíes, suelen encontrar en este personaje varios puntos en común con mi país. Ora es, ante todo, una mujer que como tal cuenta con una composición más sensible. Como personaje, me ha permitido describir la realidad de mi país desde el nivel social y familiar. De hecho, soy un ferviente admirador de las mujeres y de su modo de ver la vida, a tal punto que me considero un padre muy maternal en mi relación con mis hijos. Pero, más allá de esto, yo elegí a Ora porque sólo una mujer puede rebelarse contra el funcionamiento del ejército, que ve la fatalidad como parte de su juego cotidiano. Ella, al dejar el hogar y ponerse en marcha, se atreve a desafiar a esta presentida fatalidad, en una actitud que, creo, es más difícil de esperar de un hombre.
-¿Cree que su literatura podrá aportar su "granito de arena" en favor de la causa pacifista?
-Creo que la escritura no nos salva como especie, pero en un escenario tan hostil y difícil de comprender sin duda nos resignifica. Aunque los cohetes y las bombas sean imposibles de evitar, si nos entregamos a ellos, como sucede a menudo con mucha gente, es muy fácil que nos transformemos en fundamentalistas. En mi caso, yo tuve que apelar al límite de mis fuerzas y a la determinación para poder salir adelante y llegar a aceptar, por esta misma experiencia, que las palabras no nos protegen de las balas y, al mismo tiempo, que el dolor es parte de la vida. Esto último es lo más difícil de entender. Pero cuando lo logramos, es lo que nos permite seguir viviendo.
© LA NACION
adnGROSSMAN
Escritor comprometido
Nació en Jerusalén, donde tiene su casa, en 1954. Traducido a más de 25 idiomas, es uno de los escritores israelíes más reconocidos, junto a Amos Oz y A.B. Yehoshua. Estudió filosofía y teatro en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Ferviente activista por la paz, es autor de La sonrisa del cordero, El viento amarillo, Tú serás mi cuchillo y Escribir en la oscuridad, entre otras obras.