Toda la noche había soñado con ese pedazo de Palestina transportado a la República donde miles de judíos, tenaces, obstinados, como todos los de su raza, labraban la tierra y eran libres.
Al rayar el alba, monté a caballo; entre en el ancho camino bordeado de árboles que une Palacios a Moisesville, y dos horas después divisaba el caserío entre la arboleda frondosa que daba un aspecto simpático al pueblo israelita.
Era una mañana alegre y llena de sol, pasaron a mi lado ancianos venerables, de largas barbas blancas, vestidos con trajes negros, graves y severos, llevando debajo del brazo el ritual de las oraciones, camino de la sinagoga.
Los rostros enérgicos con rasgos bien acentuados; las narices aguileñas exteriorizaban una pasión indomable, características de una raza que perdura y que alguien ha comparado con un amianto que ningún fuego de amor ni de odio puede consumir. Los ojos eran profundos; estaban llenos de luz, pero de luz de incendio: parecía el fuego heredado de los macabeos.
¿Soñaban acaso, esos ancianos, con la sagrada montaña de Jerusalem? ¿Creían posible reconstruir a Sion, donde los hijos de su raza matarían el erial para que de nuevo fuera la "tierra de trigo y cebada, de vides e higueras y ganados, tierras de olivos, de aceites y de miel" que exalta el Deuteronomio?
Experimenté una emoción intensa. Estos judíos que pasaban a mi lado, que respiraban a pulmón lleno en la pampa inmensa, eran iguales a los que hace muchos siglos vivían amurallados en las ciudades de Judá.
Perseguidos por todos los pueblos, vejados, humillados, mordidos por todas las jaurías antes de llegar a este suelo, se habían encerrado en el guetto, convencidos de la superioridad de su raza y habían supervivido con la misma pasión, con el mismo fuego, con el mismo ideal que orientaba su vida.
Acaso ese ideal se transformaría en sus hijos, al pisar por primera vez tierra de libertad.
La santa luz del sol que eleva la presión de la sangre y alegra nuestro espíritu inundaba Moisesville.
Un joven judío me llevó a su casa donde reinaba un ambiente de placidez encantadora. Toda la familia rodeaba la mesa. Cuando entré, recitaban la oración de la mañana que terminaba parodiando aquella que pronunciaban sus abuelos en la cautividad de Babilonia: "¡Que nuestros trigos y los trigos de nuestros enemigos no conozcan los malos inviernos!"...
Una moza fuerte de ojos grandes y hermosos leyó en español, pero con marcado acento ruso, en las páginas de la Historia de los judíos, el relato de las persecuciones de que fue objeto su pueblo.
Y terminó así: "Cerca de uno de los arcos de London Bridge, bajo del cual camina silenciosamente la corriente hacia el mar, hay un sitio donde las aguas se arremolinan con extraña agitación. Allá, dice la leyenda, en días pasados y terribles, fueron arrojados varios judíos y se ahogaron..."
Algunos creían y aún creen hoy, que el ruido y remolino de aquellas aguas proceden de los gritos desesperados de las víctimas. Como si esa corriente de agonía que ayudó a ocultar el crimen horrible tuviera conciencia propia y remordimiento a través de los siglos, por haber sido cómplice de la maldad, descubre la tortura secreta que vi martirizándole hasta hoy...
Y la joven, con sus grandes ojos que tenían un marcado tinte de tristeza (tristeza heredada), la honda melancolía de la raza dispersa, que dijera Tácito - , miró por la ventana el inmensurable campo fecundo, donde sus hermanos, llegados de la tierra de opresión, arrastraban libres el arado, y pensó quizás que se había terminado para ellos el desprecio, la burla, que durante veinte siglos persiguiera su raza.
(Del semanario El Alba, Moisesville, año 1924)
* abogado, legislador, político y socialista argentino
Publicado por Guido Maisuls para " Cartas desde Israel " el 12/10/2011