Pensar lo judío argentino es pensar algo molesto, algo que molesta, que es mole, carga, peso, algo pendiente, algo que, por ello, exige una definición.
Definir es circunscribir los fines, los límites, establecer un apartheid entre lo propio y lo ajeno, lo que corresponde y lo que sobra, lo que es esencial y lo que contamina. La pretendida naturaleza argentina solo admite a las diferencias subsumiéndolas en un todo integrado, según la fórmula democrática, republicana y liberal que promueve la unidad de la diversidad. Si hay una naturaleza argentina, debe haber un todo integrado, y si hay unidad de lo diverso, hay un orden. Pero si hay un orden, ¿a quién responde? Aristóteles, por ejemplo, caracterizaba a la amistad como una relación de semejanza; incluso Montaigne llegó a pensarla como la fusión de dos espíritus en una unidad moral superior. Pero si hay fusión, si hay unidad, si hay integración, si hay semejanza, ¿quién fusiona a quién?, ¿cuál de los amigos determina la semejanza? ¿Cuál faceta de lo argentino finalmente se posiciona como argentinidad? ¿Cuál perspectiva de la diversidad finalmente se establece como unidad, como unicidad, como unicato? ¿Quién habla en nombre de la esencia? No se puede ser judío argentino bajo un paradigma esencialista. Si hay esencia, si hay lo que es, hay lo que es falso, hay lo que no es. Ser argentino supone convertir a lo judío en un adjetivo más, y para ello, supone, por sobre todo, convertir a lo argentino en un sustantivo. Hipostasiarlo. Un fragmento en busca de la totalidad: ser argentino. Todo conduce, una vez más, a la pregunta por el ser: ¿pero no es el ser algo que fluye, que muta, que se mixtura, que se interpreta? ¿No es “ser” un verbo? ¿No es movimiento? Y si es así, ¿por qué seguir pensando el ser argentino como algo estable? Solo molesta lo judío argentino a quienes necesitan asegurar la administración de sus contornos. Si hay diferentes y esenciales maneras diferentes de ser argentino, ¿a quién le cobro los impuestos?, ¿a quién le entrego el pasaporte?, ¿a quién hago ciudadano?, ¿a quién dejo afuera? Lo judío argentino se traduce como una sustancia argentina con un accidente judío; y solo no lo comprenden de este modo, los que entienden a lo judío como otra sustancia paralela. Es spinoziano el problema: sustancia hay una sola. Si hay choques de sustancias, una tiene que ser falsa.
Pero tampoco lo comprendemos de ese modo los que entendemos que directamente no existen las sustancias, sino que solo existen las facetas. Somos solo un horizonte de facetas superpuestas. Como las hojas de un alcaucil. Como aquel río de Heráclito. Como los lenguajes dispersos después de Babel. O como ese cuento de Borges en el que se descubre una región llamada Tlon, donde el lenguaje no está constituido por sustantivos como elemento primordial, sino solo por adjetivos: “el sustantivo se forma por acumulación de adjetivos”, relata Borges. “No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1 cielo o cualquier otra agregación.” Y por eso, la mínima contingencia produce una nueva identidad. Si mañana la luna sale de un color más gris, hay una nueva combinación de adjetivos, y ya no se trata de la misma luna. Todos y cada día una luna diferente. Siempre siendo otros.
Pero nuestro mundo no es Tlon, sino un mundo donde las sustancias establecen entre sí relaciones lógicas basadas en la bivalencia: lo verdadero y lo falso. Un mundo donde no se pueden ser dos cosas al mismo tiempo, donde una excluye a la otra. La doble, triple, múltiple identidad genera ambivalencia, desconfianza, terror. “Proteofobia”, lo llama Bauman. Ya no se trata con los judíos, según él, de heterofobia, de resentimiento hacia lo diferente, sino de proteofobia, esto es, “el recelo y la irritación (…) ante algo o alguien que no se amolda a la estructura del mundo ordenado, no entra fácilmente en ninguna de las categorías establecidas (…). Ese algo o alguien desdibuja fronteras que deberían mantenerse inexpugnables y socava la naturaleza tranquilizadoramente monótona, repetitiva y predecible de la vida y el mundo”. Toda búsqueda de sentido es una búsqueda de seguridad, sostenía Nietzsche, y para ello hace falta que las murallas funcionen y se establezcan clara y distintamente los límites entre lo acostumbrado y lo foráneo, entre lo pensable y lo amorfo. La lógica bivalente funda una política de seguridad de lo propio, donde el sentido de las cosas supone la producción de conceptos ordenados de acuerdo a una economía que remite a sus primeros principios. Hay un fundamento último que funciona como criterio para delimitar la condición de la muralla: si adentro hay orden es porque previamente se ha tomado partido por un tipo especial de orden, que se presenta como natural y lógico, y lo que no se acomoda, se vuelve monstruoso. Otra vez Nietzsche: la eficacia de haber inventado la metáfora de Dios, es haber podido olvidar que es un invento. Ese es el sentido que llevó a Rosenzweig a afirmar que la violencia con lo diferente, con lo otro, puede rastrearse en el nacimiento mismo de la filosofía occidental. Si toda la multiplicidad de lo real puede reducirse a unos pocos principios ontológicos, lo que no encaja desaparece. Onfray, en la línea de Nietzsche, suele acusar al monoteísmo de haber instalado la idea de un Dios, cuya réplica en la Tierra desató la historia de la violencia con lo extraño: si hay un único Dios verdadero y absoluto, ningún otro dios tiene sentido. Si hay una única verdad, lo otro no tiene sentido.
Lo argentino exige a lo judío definirse, pero por eso también lo judío exige a lo judío definirse. Pensar lo judío argentino también se vuelve algo molesto para muchos judíos; en especial para los que entienden a lo judío también como un sustantivo, los que hablan en nombre de un judaísmo único. Lo argentino sobra. Es un accidente. Hay una naturaleza judía primigenia que, fruto del devenir histórico, se fue contaminando, asimilando con otras identidades que socavaron su pureza. Tanto desde el punto de vista de los que creen en una revelación originaria, como desde el punto de vista de los celadores de la ley histórica, hay un judaísmo normativo válido y hay el afuera de la ley. Hay un límite, y por ello urge una definición de lo judío que lo resguarde de las impurezas diaspóricas, de las contaminaciones gentiles. La diáspora entendida como exilio supone un estado de pendencia, supone un retorno, tanto geográfico como teológico, como ontológico. Ser judío es estar siempre volviendo, tanto a la tierra como a lo divino como a la ley. De ahí la importancia de la teshuvá, en muchos círculos religiosos, como condición de regreso al judaísmo verdadero. Siempre se está volviendo a un estadio original del cual provenimos y que se ha debilitado. Incluso, la palabra “religión”, que no es judía, connota en la acepción de Lactancio, la idea de religio, de aquello que me vuelve a ligar con mi lugar original.
Evidentemente ese lugar no es Argentina, ni Brasil, ni Francia, y en algún sentido tampoco el Estado de Israel constituido como estado nacional desde 1948. Mucho menos las costumbres adquiridas en una modernidad que hace de la atenuación de la norma su espíritu. La idea de un judaísmo verdadero coloca a la identidad diaspórica en un lugar secundario. Se cree que hay un mismo y único judaísmo que se contamina de modos diferentes en Argentina, en Brasil, en Francia y en Israel. En la medida en que se acepte la existencia de un judaísmo verdadero, la lógica bivalente actúa de nuevo con toda su contundencia: es judío el que sigue la ley, el que no la sigue no es judío. ¿Pero qué es “seguir” la ley? Si alguien es judío de acuerdo a la ley, pero no observa la ley, es judío; pero si uno observa la ley, pero no es judío de acuerdo a la ley, no es judío. La ley disuelve la fobia por lo ilimitado, definiendo la condición de judío más allá de cualquier voluntad. No parece una cuestión biológica: es una cuestión biológica, una ley fisiológica, porque es la ley del vientre quien garantiza la legitimidad de la condición. Como si una ética, una tradición, un conjunto de valores, de recuerdos, una historia, se transmitieran físicamente. La proteofobia interior: si judío es el que se siente judío, cualquiera es judío. Si cualquiera es judío, se acaba el judaísmo. Salir de la proteofobia: si judío es el que se siente judío, no se acaba el judaísmo, sino que se acaba solo un tipo de judaísmo: aquel que se pretende el genuino. Se acaba su etnocentrismo monopólico, su ostentación de pureza, su negación de lo otro. Por el contrario, en un contexto posjudío emergen las diversas perspectivas de lo judío, sin que ninguna se imponga sobre el resto en nombre de la correcta. No hay un judaísmo, sino judíos. O en todo caso, los judaísmos son las formas en que distintos judíos interpretan de modo diverso su condición, su proveniencia, su tradición. Otra vez Tlon: lo judío argentino es una mixtura singular muy distinta a la mixtura de lo judío brasileño o de lo judío israelí. Lo judío argentino de izquierda ashkenazi es una mixtura singular muy distinta a la mixtura de lo judío argentino de izquierda sefaradí. Lo judío argentino de cualquier tipo en un matrimonio mixto es una mixtura singular muy distinta a la mixtura propia de un matrimonio no mixto. Es babélico, y no hay límites. En todo caso, no hay quien tenga más legitimidad para imponer los límites. Se rebelan los adjetivos y producen combinatorias anárquicas. Podríamos hablar de un judaísmo ironista. Fue Richard Rorty quien llamaba ironistas a los que defendían una identidad contingente, frente a los aferramientos metafísicos de una identidad esencialista. Contingente es lo que puede ser siempre de otro modo, por oposición a lo necesario, que es lo que no puede ser de otra manera que lo que es. Ironismo es entender la verdad como metáfora; es comprender que las palabras solo hablan de más palabras, y que por ello de lo que se trata es de poder redescribirnos siempre de otro modo a partir del contacto con otras metáforas que no son las propias. Salir de la proteofobia con ironismo. Entender que la diversidad babélica no fue un castigo, sino una apuesta a la diferencia. Apostar a la excentricidad de los adjetivos, a su sumatoria efímera. Pareciera ser que la alternativa es tajante: o se es judío de acuerdo a la ley o se es judío como uno quiere. Pero la lógica bivalente falla de nuevo: la diáspora es siempre también midrash, interpretación, alejamiento, kenosis. Es diáspora de un supuesto origen que se seculariza. Es un debilitamiento de los dogmas. Es debolismo, en el sentido de Vattimo, esto es, aceptación del carácter hermenéutico de lo judío. Una interpretación es una lectura de un anuncio, de una proveniencia, de algo transmitido, de una herencia, de una huella. Redescribir no significa describir desde cero cada vez, sino que implica un retorno sobre algo ya escrito. No se inventan judaísmos por generación espontánea, sino que se vuelve sobre lo que hay y se lo resignifica. Se releen las relecturas. Y así el prefijo “re” es tanto un retorno como una intensidad: volver a leer o leer lo mismo con más fuerza. Una hermenéutica debolista es siempre una continuidad y una distorsión, una verwindung, una remisión, casi una re-signación como quien sabe, con Heidegger, que hay signos de los que no se sale, aunque se los pueda reinterpretar de otro modo. Como quien sabe que sobre el absoluto lo máximo a lo que podemos aspirar es a recordar que lo olvidamos. Como quien se desenmascara para comprender que detrás de cada máscara, hay otras máscaras.
Así, lo judío se devela como un despliegue histórico de mixturas frente a las pretensiones de una legislación unívoca. Se manifiesta como diversidad desbordante frente a los encorsetamientos de los dispositivos de saber y de poder. Todo intento por encontrar la verdadera definición de lo judío se presenta como un problema conceptual, cuando en realidad no es más que un problema político. Biopolítico; ya que refiere a los intentos de administración de la vida y la muerte judía. El control de los cuerpos, el poder de circuncidar, la santidad de los alimentos, la autorización a un entierro, la endogamia reproductiva. Cuando un rito deja de ser propio para construir legalidad y verdad, se vuelve un régimen de exclusión. Cuando un rito se establece como la muralla que divide lo puro de lo impuro, se vuelve un gesto de violencia. La metafísica es violenta: reduce todo a uno porque hay un uno que se presenta como el todo.
La proteofobia interior es el miedo a la contaminación, aunque la historia de los judíos sea una historia de mixturas con otros pueblos, con otras culturas. La consolidación de la halajá como corpus normativo rígido detiene el carácter hermenéutico del Talmud, lo cristaliza. Por eso, a la hermenéutica propia de la ley judía, le sigue en los tiempos modernos una ontología hermenéutica de lo judío mismo: se puede ser judío más allá de la ley e incluso más allá del Libro. La vida judía lo reproduce, lo refleja. La vida judía es una explosión de diversidad, una explosión de fragmentos. La vida judía cambia todo el tiempo, y por eso la proteofobia necesita de la definición para que lo judío no sobrepase sus instituciones. Quiere poner cauce a la emoción, filtrar la sensibilidad, documentar la pertenencia y decidir quien puede entrar y quien no. Pero a la vida judía no le importa y trasciende las instituciones. Las vacía. Las deja pidiendo el carnet, preocupadas por la inseguridad que provoca el contacto con lo extraño. La vida judía se desborda, se mixtura, se ensucia, se ambigua.
Roberto Espósito lo llama política de inmunización, En nombre de la supuesta comunidad se practica la inmunidad, esto es, la comunidad se encierra, se inmuniza de los factores externos que la contaminan. Solo una definición de la comunidad como aquello que tienen en común un conjunto de semejantes, genera la idea comunitaria de un gran yo cerrado sobre si mismo. Comunidad parece ser lo propio que tenemos en común. Pero la etimología de las palabras “comunidad” e “inmunidad” remite al vocablo latino munus, que connota tanto una obligación, un deber, como un don, como un regalo. El munus es el deber de dar sin pedir nada a cambio, una donación imposible diría Derridá, que no crea deuda en el que recibe ni orgullo en el que dona. Dar al otro por el deber de abrir, salirme de mi yo, porque el otro me exige que piense primero en él, porque tres, dice la Torá, son las figuras de la debilidad que me obligan: la viuda, el huérfano, el extranjero. Comunidad no proviene de lo común, sino del gesto de compartir el munus. Nos une una ética de la otredad. Nos aleja una lógica del intercambio de las propiedades de lo propio.
Pero nuestra comunidad judía argentina se sigue pensando en términos de inmunidad, ya que in-mune es el que queda dispensado del munus. La inmunidad actúa en la alambrada que separa lo puro de lo mixto, lo mío de lo ajeno, lo común de lo extraño, el vientre correcto del vientre bastardo. Actúa inoculándose el mismo virus que pretende erradicar. Como una vacuna. Como un pharmakon, que es al mismo tiempo veneno y remedio. Así, la comunidad judía argentina para salvaguardar al judaísmo, niega la condición de algunos judíos. Se persigue la pureza para garantizar la continuidad, pero el precio de la continuidad es excluir a algunos judíos de continuar como tales. Y sin embargo, ¿cuál es el límite entre lo propio y lo extraño, entre el interior y el exterior, entre lo judío y lo argentino? Jean Luc Nancy hace unos años recibió un trasplante de corazón y se preguntó entonces por la frontera entre su cuerpo y el intruso del exterior que se volvió propio, y le salvó la vida. ¿Quién soy yo ahora? ¿Y si mi corazón nuevo es de una mujer?: ¿sigo siendo un macho? ¿Y si era de una mujer negra?: ¿sigo siendo blanco? ¿Y si esa mujer no era hija de un vientre judío?: ¿sigo siendo judío? ¿Cómo delimitar el adentro y el afuera si la mitad de mi yo es una mixtura de órganos, trasplantes y metales que pululan entre las venas y los dientes, y la otra mitad es una mixtura incesante de ideas y culturas que entran y salen todo el tiempo? ¿Quién es el intruso, entonces: lo judío en lo argentino o lo argentino en lo judío? ¿Y si no hubiera más intrusos? ¿Y si todos somos intrusos? ¿Y si todos somos extranjeros? ¿Y si todos somos otros? ¿Y si en realidad, todos somos mixtos?