Estamos ansiosos por terminar y volver a casa, y finalmente llega triunfal el Aleinu Leshabeaj, con música festiva y profundas posternaciones. En medio del alivio, el texto nos toma por asalto. ¿Qué estamos diciendo? ¿Queremos decirlo? En lo que sigue, la traducción no es literal pero intenta apegarse al texto:
עָלֵינוּ לְשבֵּחַ לַאֲדון הַכּל. לָתֵת גְּדֻלָּה לְיוצֵר בְּרֵאשית
Debemos alabar al Creador
שלּא עָשנוּ כְּגויֵי הָאֲרָצות. וְלא שמָנוּ כְּמִשפְּחות הָאֲדָמָה
Que no nos hizo como los demás pueblos de la Tierra
שלּא שם חֶלְקֵנוּ כָּהֶם וְגורָלֵנוּ כְּכָל הֲמונָם
Que no nos dio el mismo destino indiferenciado y masivo
שהוּא נוטֶה שמַיִם וְיוסֵד אָרֶץ
Él creo el Cielo y la Tierra…
Y siguen alabanzas a Dios, el Rey del Universo, único y todopoderoso.
La segunda parte de la tfilá, en síntesis, expresa la esperanza de que finalmente desaparezca la idolatría y Dios reine, reconocido en su unicidad por todos.
El mensaje suena duro. ¿Estamos celebrando que somos únicos y superiores? ¿Deseamos Su grandeza o más bien el momento en que los demás pueblos acepten Su poder y, en forma transitiva, nos reconozcan en nuestro propio esplendor?
Durante años esta tfilá me resultó una espina; empecé a murmurarla y finalmente escucharla educadamente en silencio. No estaba dispuesto a sumarme a su mensaje, ni a apoltronarme en la traducción suavizada que ofrece la página opuesta del Sidur o el Majzor.
Las tfilot se fueron agregando al ritual con el paso del tiempo y los vientos de cada época. ¿No habrá llegado el momento de revisar esos textos? ¿Cambiarlos? ¿Sustituirlos? ¿Hacer con el original hebreo lo que algunos traductores hicieron en sus transcripciones?
Los judíos vivimos en una tensión permanente entre la dinámica de adecuación a los tiempos y el deseo de conservar nuestro legado. Lo sufrimos tempranamente al pasar de la vida tribal a la monarquía, de los sencillos cultos de santuarios al gran Templo central, de los jueces a los profetas y luego a los rabinos. El judaísmo rabínico –precisamente el de la época de la presunta composición del Aleinu Leshabeaj- fue sumamente osado, canonizó en la Mishná y el Talmud un trabajo interpretativo que no pocas veces se enfrentaba con el texto bíblico y produjo un judaísmo distinto del antiguo y, sin embargo, vinculado con él, reivindicando sus textos y sus ideas básicas. No nos resulta fácil hacer a un lado un texto, aun cuando no sea sagrado; tenemos, a cambio, siglos de experiencia en la gimnasia de la interpretación, la discusión dialéctica y el “reframing”. ¿Por qué no intentarlo, entonces, con esta tfilá?
Los estudios históricos creen que “Aleinu” habría sido compuesta en los primeros siglos de la era cristiana, probablemente por judíos de Babilonia (quizás Rab, muerto en el 220). Habían pasado apenas 150 años de la destrucción del Templo, y menos de un siglo después del desastre definitivo y trágico de la revuelta de Bar Kojvá, la conversión de Jerusalem en la romana Aelia Capitolina, prohibida a los judíos, y la sustitución del nombre de Judea por Palestina. No era, precisamente, un momento de exaltación del propio poder sino de esfuerzo por superar la humillación, la desaparición física de centenares de miles de judíos y el drenaje permanente de quienes migraban hacia otras identidades más exitosas; no había justificación para la arrogancia.
Contextuada históricamente, “Aleinu Leshabeaj” se ve entonces bajo otra luz. No es la afirmación de un pueblo poderoso que ve en los demás a bárbaros destinados a la esclavitud, sino un esfuerzo por recuperar el optimismo en medio de la desgracia. Mientras a la proeza fundacional de Dios en persona liberando al pueblo de Egipto se le superpone la hecatombe, un intento por rescatar la idea de la elección divina –en ambas direcciones, la de Dios a su pueblo y la del pueblo por su Dios. Resulta enternecedor pensar en esa gente golpeada cantando colectivamente loas al Creador y sosteniendo, pese a todo, que tuvieron la suerte de ser elegidos.
Existe, sin embargo, otra forma posible de leer esta tfilá. El hebreo es parco, deja márgenes generosos para la interpretación, y los judíos hemos aprendido a leer y escribir en esos márgenes, exactamente como se hace en una hoja de Talmud. Es un idioma en que cada palabra significa más de una cosa, resuena con las asociaciones de otras de su misma raíz, tiene “volumen”. Volvamos al texto.
Debemos alabar al Creador
Que no nos hizo como los demás pueblos de la Tierra
¿Debemos alabarlo porque no nos hizo como los demás? ¿El que nos haya hecho distintos nos genera la obligación de alabarlo? El texto no lo dice aunque lo sugiere. Sólo afirma dos hechos: el deber de la alabanza y el hecho de que nos reservó un destino distinto. ¿No debemos alabar al Creador más allá de que nos haya hecho distintos? Quizás, entonces, debamos alabarlo incluso pese a que nos puso en una situación distinta? ¿Aunque nos privó de la comodidad de ser un pueblo más? ¿Incluso si liberó a los demás pueblos de la Tierra de las obligaciones que nos reservó? El texto tampoco lo dice, pero no deja de decirlo. Los dos hechos están ahí, para que encontremos por nosotros mismos la forma de vincularlos. Quizás se los pueda leer en la misma clave en que los deudos dicen el Kadish de duelo, rezando una oración de alabanza en uno de los peores momentos imaginables.
El compositor de la Tfilá no es un Job que se enfurece con Dios por haberlo castigado pese a su rectitud. En todo caso, puede ser una voz sutil y refinada, que recuerda las promesas de gloria a la vez que acepta que la realidad es otra, y entre una y otra cosa -mantiene su pacto, porque pese a todo su Dios es el señor del Universo y no un ídolo vano (como decía otra frase, suprimida en la Edad Media cuando un judío converso denunció que era una expresión del desprecio por el Cristianismo).
Con el paso del tiempo, esta tfilá puede haber vuelto a significar algo distinto. Los siglos de marginación de la vida política, de sometimiento como minoría tolerada en sociedades donde eran otros los que tenían la capacidad de tomar decisiones, crearon un judío que añoraba el pasado, soñaba con la redención y declaraba su esperanza en el regreso del Reino de David, pero que a la vez despreciaba a los poderosos. Había convertido el sufrimiento de su limitación en motivo de orgullo. Quizás este judío rezara con genuino agradecimiento el estar impedido de hacer lo que otros pueblos, como un preso que agradeciera no tener que ganarse la vida o un internado que se vanagloriase de no estar entre los auténticos locos, esos que están afuera.
¿Y hoy? ¿Qué puede significar Aleinu Leshabeaj para nosotros? ¿Podemos conservar las mismas palabras? ¿Podemos todavía recrearlas sin traicionarlas?
Vivimos una época extraordinaria, en la que estamos doblemente emancipados. Somos, a título individual, ciudadanos plenos en la mayor parte del mundo moderno y, a la vez, como colectivo hemos recreado una vida política soberana. Entendemos mejor a los otros que antes. Porque convivimos con ellos, y porque –aunque en nuestro caso en forma indirecta-, experimentamos las dificultades y sinsabores de la adultez política y la responsabilidad que conlleva. La posibilidad de participar más activamente en el mundo significa no sólo más libertad sino también más oportunidades de errar. Y no es raro que nos cree ansiedad. Y que queramos refugiarnos. Cada cual a su manera.
Unos buscan refugio tratando de volver al pasado. Otros, aprovechando la puerta abierta para intentar liberarse de una carga milenaria y dejar de ser eslabones de una cadena –que no está hecha para inmovilizar sino para vincular. También ellos buscan refugio y se encierran en la alienación de una parte de su identidad. Algunos, paradójicamente, declaran que miran al futuro pero redescubren fascinados la presunta superioridad ética del judío errante y diaspórico; parecen recordar lo buenas que eran las ollas de carne que les daban cuando eran esclavos en Egipto y no tenían que cruzar un desierto de incertidumbres. Unos quieren olvidar que alguna vez agradecieron su singularidad. Otros, temen que esa singularidad desaparezca.
La “buena” noticia es que seguimos siendo singulares. A nuestro modo. Nos cuestionamos (y nos cuestionan) de una forma difícil de encontrar en otros. Somos un pueblo que quiere desarrollar una vida soberana y simultáneamente ser fermento en otras sociedades. Seguimos viviendo una realidad incómoda, que nos permite olvidar, como aquél que sintiendo algún dolor se vuelve consciente de que tiene un cuerpo. Dudamos, debatimos, discutimos. Y en Iom Kipur confesamos nuestros errores; así, en plural –el sujeto y el objeto. Ashamnu, bagadnu, declaramos que somos culpables. Porque aunque seamos individuos, nuestro judaísmo –con sus aciertos y su errores, con sus fracturas y sus coincidencias- es colectivo, mal que pese al individualismo exacerbado de la posmodernidad. En este Iom Kipur recordamos, juntos, que tenemos una tarea que nos involucra a todos. Y que tenemos un año más para tratar de cumplirla de la mejor manera posible.
Aleinu leshabeaj. Tenemos el desafío de alabar al Creador y su creación, desde nuestro destino de singularidad; no porque disfrutemos con la diferencia; tampoco porque la padezcamos. Sin creer que los demás son una masa amorfa. Sin querer, tampoco, desaparecer y diluirnos en los otros. Sólo porque somos esto que somos, porque es nuestra forma, y desde ella es que debemos hacer lo mejor. Porque tenemos un pacto. Un pacto extraño cuyo sentido nunca terminamos de develar.
Quizás no todos los artículos nos gusten, quizás los interpretemos de formas diversas. Pero llevan nuestra firma.
Jatimá Tová.
Shaná Tová.