Nos hace pasar a un luminoso departamento de Belgrano. Por desgracia, a sus noventa y tres años una ceguera reciente le impide gozar de esa luz y le ha vedado el trato directo con los libros y con algunos trabajos de investigación que siempre la entusiasman, aunque no le dificulta guiarnos sin la ayuda de un bastón y con paso seguro a la sala donde tenemos la charla. Si los ojos ya no buscan nuestra mirada, en cambio toda su fisonomía vuelta hacia nosotros acusa el interés por oír y contar. La voz aún firme y el buen castellano no dejan de delatar la bella lengua italiana de la infancia, y una palabra jovial y sin arabescos nos acerca a una mujer emprendedora y valerosa, con la inquietud inteligente de los perseverantes amantes de la ciencia. Como el matemático Beppo Levi o el filósofo Rodolfo Mondolfo, judíos de Italia ambos, que huyendo del fascismo se instalaron en nuestro país, rehicieron sus vidas y siguieron construyendo y aportando su saber.
El azar de los apellidos poca influencia suele tener en quienes los llevan, sobre todo cuando, como en este caso, el carácter dulce, libre y risueño no armoniza con la severa fe del sacerdote. Su judaísmo —más allá del atavismo impalpable que liga a los descendientes de Sem— entronca con ese afán civilizatorio que es sin duda un valor poderoso de este pueblo. Por ello, y aun-que uno quiera creer que la peor pesadilla ha quedado atrás, la piel se vuelve a erizar cuando escucha en su relato que en la tierra de Galileo, Leonardo y Verdi las leyes raciales del fascismo hacían girar la historia al revés, obligando a Eugenia y a su familia a abandonar su país natal y bajar del barco que la trajo a nuestras tierras para nunca más volver la mirada atrás. Lo que sigue, con sus momentos de calma, de tensiones, de breves suspensos, es el relato del tempestuoso siglo xx.