No nos dijeron que los gladiadores podían ser así. Poco más de un metro cincuenta, manos de cocinar, piel de bobe, ojos de ternura y sufrimiento. Pero esa, es la misma Sara Rus que enfrentó no una sino dos veces a monstruos verdaderos, los cuales no pudieron con ella, ni pueden con sus testimonios.
“Esta planta debería estar afuera, pero al igual que los bebes se acostumbró a quedarse adentro: la sacaba al balcón y se caía”, me dice a poco de tomar asiento, en el confortable y acogedor living de su departamento de Belgrano. Un comentario que remite directamente a su pasado, a aquella Scheine Miriam Laskier, su nombre original, que en 1927 comenzó a alegrar el hogar que Jacobo y Carola Laskier habitaban en la ciudad de Lodz, Polonia. “Era una nena bastante consentida, recuerda Sara, porque además de única hija fui la primer nieta de mis abuelos”. El afecto y el judaísmo signaron sus primeros años de vida, pues en su casa se comía kasher y se conmemoraban todas las fiestas y celebraciones. “Yo iba también a un colegio hebreo religioso, recuerdo muy bien aquellas mesitas blancas con sus sillitas, y mi padre también me enseñaba mucho, ya que se había recibido de Rabino, aunque se dedicaba a la sastrería”. Sara no recuerda haber sufrido en carne propia episodios de antisemitismo, aunque el aire ya se respiraba “Mi mejor amiga era una polaca cristiana, vivía en el mismo edifico y me llamaba tocando el piano. Yo no sentía el antisemitismo, pero escuchaba que mis padres hablaban de un tío y un primo hermano que viajaron a la Argentina ya que estaban teniendo problemas con polacos antisemitas”.